Hasta hace poco, la mal llamada gripe española era una de las catástrofes del siglo XX más olvidadas, aunque es muy posible que causara más víctimas que las dos guerras mundiales juntas. La llegada de una pandemia con muchos puntos en común con la de hace un siglo, hace que nuestra mirada se vuelva con interés a las circunstancias que vivieron nuestros antepasados que, aunque contaban con muchos menos medios de información que nosotros, también experimentaron ese miedo a una situación desconocida que sentimos ahora como algo tan cotidiano. Es muy posible que la experiencia de aquellos meses terribles nos puedan servir ahora como modelo de lo que podemos esperar y como esperanza de que la recuperación y la vuelta a la vida normal son posibles.
En 1918, la Primera Guerra Mundial seguía siendo un conflicto demasiado igualado. En las trincheras de Francia ninguna ofensiva conseguía doblegar al enemigo. Los soldados sentían cada vez más el peso de meses y meses de combates e incomodidades, pero la mayoría seguía cumpliendo con lo creía su deber. Es posible que la gripe española tuviera mucho que ver con la victoria final de los Aliados porque, cuando llegó a los campos de batalla, afectó en mucha mayor medida a los alemanes, que se encontraban en mitad de una ofensiva muy ambiciosa y planificada. Quizá los años de bloqueo habían debilitado los organismos de los teutones y se encontraban en aquel punto en una disposición más débil a la hora de combatir al virus. De hecho, uno de los factores decisivos en la propagación de la segunda oleada, la más letal, fue el desplazamiento de soldados una vez acabado el conflicto y las consiguientes reuniones masivas de celebración de la victoria.
Pero la epidemia no limitó sus efectos al resultado de la contienda. Numerosas poblaciones de todo el mundo fueron afectadas, aunque el volumen de su incidencia en cada una de ellas parecía obedecer más a los caprichos del destino que a otros factores. En numerosos casos, los efectos que producía en el cuerpo eran terribles: muchos pacientes no eran capaces de resistir las grave neumonía que podía acompañar al contagio, a veces hasta el punto de que la piel se tornaba de una tonalidad oscura, hasta el punto de que muchos cadáveres eran irreconocibles para los familiares. Para muchos otros, la enfermedad no se distinguía demasiado de una gripe corriente o incluso de un resfriado fuerte, ya que la lógica del virus no es matar a su portador, sino conseguir su propagación masiva. Y esto fue lo que hizo que se produjeran tantas muertes (quizá alrededor de setenta millones): aunque el porcentaje de mortandad fuera moderado, la alta incidencia de la enfermedad y el colapso de los sistemas sanitarios que esto conlleva hace que la suma total de decesos se eleve a cifras difícilmente asumibles. Algo parecido a lo que estamos viviendo hoy en día, aunque a una escala sensiblemente mayor, pero quizá experimentado por la gente con menos alarmismo, ya que, como he señalado antes, los medios de información no eran comparables a los actuales.
También se tomaron medidas para intentar rebajar la incidencia de la gripe y, como ocurre en la actualidad, en muchos casos se tomaron tarde y en distinto grado según países, medidas que se han hecho tristemente familiares para nosotros, aunque parece ser que el estricto confinamiento en domicilios no fue tomado en consideración en muchos lugares y, como sucede ahora, tampoco las autoridades se ponían de acuerdo respecto a la efectividad del uso universal de mascarillas:
"En 1918, una vez que se hizo obligatorio notificar la gripe y se reconoció que se trataba de una pandemia, se adoptaron diversas medidas de distanciamiento social, al menos en los países que disponían de los recursos para hacerlo. Se cerraron las escuelas, los teatros y los lugares de culto, se limitó el uso de los sistemas de transporte público y se prohibieron los actos multitudinarios. Se impusieron cuarentenas en los puertos y las estaciones de ferrocarril, y se trasladó a los pacientes a los hospitales, que instalaron pabellones de aislamiento para separarlos de los pacientes no infectados. En las campañas de información pública se recomendaba a la población que usara pañuelos cuando estornudara y se lavara las manos con regularidad; que evitara las aglomeraciones, pero mantuviera las ventanas abiertas (ya que se sabía que los gérmenes se reproducen en los ambientes cálidos y húmedos)."
Como es evidente, el gran reto de las autoridades era ajustar las medidas para que su incidencia fuera la menor en cuanto al coste social y económico. En cualquier caso, siempre eran las clases más humildes las que sufrieron en mayor medida la enfermedad, porque era frecuente que habitaran viviendas insalubres y con altos índices de ocupación en barrios con exageradas estadísticas de habitantes por metro cuadrado. En Nueva York, por ejemplo, era difícil que las medidas y recomendaciones llegaran a todos, puesto que existían todavía profundas barreras idiomáticas y de costumbres en un momento en el que la inmigración estaba en auge. En otros lugares, como Odesa, las supersticiones podían imponerse a la ciencia. Se llegaron a realizar bodas negras, una oscura tradición hebrea para protegerse de las enfermedades, un ritual tan curioso como imprudente en aquellas circunstancias:
"Un shvartze khasene, en yidis, es un antiguo ritual judío para protegerse de las epidemias mortales y consiste en casar a una pareja en un cementerio. De acuerdo con la tradición, se debe elegir a la novia y al novio entre los más desfavorecidos de la sociedad, «entre los tullidos más espantosos, los indigentes más degradados y los inútiles más lamentables que hubiera en el distrito», según explicaba Mendele Mocher Sforim, un escritor odesano del siglo XIX, al describir en la ficción una de estas bodas.
Tras una oleada de bodas negras en Kiev y en otras ciudades, un grupo de comerciantes de Odesa se reunió en septiembre, mientras arreciaban las epidemias de cólera e ispanka, y decidió organizar la suya. Algunos miembros de la comunidad judía desaprobaban rotundamente lo que consideraban una práctica pagana e incluso blasfema, pero el rabino de la ciudad dio el visto bueno y también el alcalde, quien consideró que no constituía una amenaza para el orden público. Enviaron exploradores a los cementerios judíos para buscar a dos candidatos entre los mendigos que los frecuentaban y eligieron a un novio y a una novia debidamente pintorescos y desaliñados. Una vez que estos accedieron a casarse en su «lugar de trabajo», los comerciantes comenzaron a recaudar fondos para sufragar la celebración.
Miles de personas se congregaron para presenciar la ceremonia, que se celebró a las tres de la tarde en el primer cementerio judío. A continuación, el cortejo se dirigió hacia el centro de la ciudad acompañado por músicos. Cuando llegó al salón donde se iba a celebrar el banquete, había tal cantidad de gente presionando para poder ver a los recién casados, que estos no pudieron bajar del carruaje. Finalmente, la multitud retrocedió y la pareja pudo entrar en el salón, donde se celebraron las nupcias con un banquete y colmaron de regalos caros a los recién casados."
Aunque los primeros casos se detectaron oficialmente en un campamento militar de Kansas (aunque sigue habiendo distintas teorías acerca de dónde surgió el brote por primera vez), la gripe fue bautizada como española porque la prensa de nuestro país fue una de las primeras en informar sin censura de los contagios en Madrid y otras ciudades, debido a la neutralidad en la guerra. De hecho, en la capital se la empezó a denominar soldado de Nápoles, en referencia a una popular canción incluida en una zarzuela que se representaba por aquellos días. Quizá la ciudad más castigada fue Zamora, en la que el obispo insistió, a pesar de los elevados índices de mortandad, en que la mejor solución para acabar con ella eran las misas multitudinarias.
Una de las características que hacen de El jinete pálido un ensayo soberbio es que Laura Spinney no se conforma con ofrecernos una panorámica mundial de la incidencia de la enfermedad, sino que nos lleva a la intrahistoria de diversas ciudades, barrios y hogares en lugares tan diversos como Zamora, Río de Janeiro, Nueva York o remotas regiones de China o Alaska, además de rigurosa información científica y sociológica. Así nos hacemos una idea de lo que supuso la llegada de la enfermedad para el ciudadano de a pie y podemos comparar con las sensaciones actuales. Como entonces, hoy se ha activado en gran medida una resiliencia colectiva, que se irá disipando una vez que desaparezca la enfermedad y vuelva a debilitarse la identidad de grupo para dar paso al individualismo cotidiano. Como entonces, es posible que el fin de la pandemia tenga como resultado reforzar la posición del Estado como garante de nuevos derechos: lo que en aquellos días fue la semilla de la asistencia sanitaria gratuita para todos los ciudadanos, en éstos puede convertirse en una renta básica que garantice la supervivencia digna de aquellos cuya posición se tambalee cuando la crisis sanitaria finalice y deje paso a la económica.
Realmente ahora se van conociendo más cosas de esa guerra biológica o ese virus de la gripe tan letal. Un buen momento para reflexionar y aprender de la historia.
ResponderEliminarUn abrazo y gracias por compartir.
Desde luego, un buen momento para establecer paralelismos con la situación mundial de hace justo un siglo.
ResponderEliminarA ellos les afectó emocionalmente menos porque en aquella época había tantas enfermedades mortales -los antibióticos no se habían inventado- que la gripe era solo una más. Desde luego, fue una pandemia recordada por su extensión y persistencia, pero no causó un impacto comparable al que va a causar el covid-19. Nosotros vivíamos en un entorno donde nos enorgullecíamos de la calidad de vida y la longevidad alcanzada. Esto se ha hecho trizas y veremos si lo recuperamos.
ResponderEliminarCon todo, hay una esperanza: si nos preparamos, dejaremos de temer otra pandemia de este tipo tomando las precauciones adecuadas.