Para la historia el nombre de Maksim Gorki ha quedado como uno de los máximos representantes del realismo socialista. De procedencia muy humilde, conocía de primera mano los padecimientos a los que debían enfrentarse los miembros de las clases populares y trabajadoras en la Rusia zarista, algo que constituyó la materia prima de su literatura. Ya a finales del siglo XIX era un escritor muy popular en toda Europa. Su apoyo decidido a los movimientos comunistas que se estaban organizando en el interior del país le trajo serios problemas con las autoridades, por lo que vivió los años de consolidación del proceso revolucionario desde el exilio, pero para 1917 ya se encontraba de nuevo en Rusia. Aunque al principio apoyó sin fisuras al nuevo poder constituido, poco a poco fue llegando el desencanto, sobre todo porque fue testigo de primera mano de la política represiva hacia los intelectuales ejercida por Lenin y posteriormente por Stalin.
La Madre es quizá la obra más representativa de Gorki, donde se condensa su visión de un pueblo ruso humillado por una clase dirigente explotadora, que está a punto de levantarse para alcanzar lo que se supone será su libertad definitiva. Los hechos que relata la novela están basados en los sucesos de la fábrica de Sornovo durante 1905, fecha que constituyó una especie de ensayo general antes de que los soviéticos tomaran el poder doce años después. El movimiento revolucionario es presentado a conciencia por el autor como algo místico, una organización casi de carácter religioso destinada inevitablemente a redimir al país y liquidar de un plumazo todos sus males. Personajes como Pável, el hijo de la protagonista, no hacen sino corroborar esa impresión. Pável es un ser puro, un obrero que ha ido formándose clandestinamente con gran esfuerzo en los principios del marxismo y que ahora es capaz de ofrecer cualquier sacrificio, incluida su vida, para el triunfo de la causa, en lo que llega a definirse como espasmos de felicidad luchadora. En uno de los diálogos que mantiene con su progenitora, pronuncia estas palabras reveladoras, como un fundamento de la misión para la que se está preparando:
"- Estudiar y, después, enseñar a otros. Nosotros, los trabajadores debemos estudiar. Debemos conocer, debemos entender por qué la vida nos resulta tan dura."
Pero el personaje más interesante de La Madre es la propia protagonista, una sencilla mujer rusa que se ha casado del modo tradicional (es decir, sin mediación de su propia voluntad) con un hombre brutal y borracho, que la maltrata, aunque ella acepte esa realidad como algo natural. Su muerte va a ser para ella una liberación, aunque al principio no la sienta como tal. Poco a poco las cosas irán cambiando de un modo sorprendente e insospechado. Ser testigo de las reuniones de su hijo con sus camaradas serán como una escuela para ella que impulsará una especie de renacer espiritual, consagrado también a la lucha por la causa que cree justa, tomando conciencia de que la vida que ha llevado hasta el momento ha sido casi la de un animal asustado y sumiso. Hasta le tomará gusto a las situaciones arriesgadas y colaborará activamente en el reparto de panfletos en el entorno de la fábrica, auténtico centro neurálgico de la población, el organismo simbólico que esclaviza al obrero y contra el que hay que dirigir la ira colectiva. Al final comprenderá que su maternidad no se limita a su hijo biológico, sino que se extiende a todos los proletarios.
Porque en el mundo de lucha constante que describe Gorki, se busca sobre todo la creación de una especie de paraíso en la Tierra, una tábula rasa que acabe con lo antiguo y deje paso a lo nuevo. Todos los sacrificios de hoy son necesarios para cimentar la felicidad de mañana:
"- ¡La vida familiar le resta energías al revolucionario, siempre se las resta! Los hijos, la falta de medios, la necesidad de trabajar mucho para ganarse el pan. Y el revolucionario debe desarrollar su energía ininterrumpidamente, cada vez más profunda y ampliamente. Y ello exige tiempo; siempre debemos ir por delante de todos, porque nosotros, los trabajadores, estamos predestinados por la fuerza de la historia a destruir el viejo mundo y crear una vida nueva. Y si nos quedámos rezagados, vencidos por el cansancio, o atraídos por la cercana posibilidad de las cercanas conquistas, eso estaría mal; ¡ello casi viene a ser la traición de la causa! No habría nadie con quien pudiéramos caminar sin deformar nuestra fe, y jamás debemos olvidar que nuestro deber no son las pequeñas conquistas, sino la victoria total."
La adaptación de Pudovkin, rodada bajo los auspicios del régimen comunista, es una película que aúna vanguardismo con expresionismo, consiguiendo una obra redonda y soprendente para el espectador de hoy. Sus mayores logros están en el tramo final, en las secuencias de masas en paralelo con la fuga de prisión de Pável. Se nota en su director la vocación propagandística, pero ante todo la ambición de conseguir una obra de arte perdurable, como sucedía con el otro gran representante del cine soviético primitivo: Seguéi Eisenstein.
Es evidente que desde la privilegiada posición que otorga el conocer qué sucedió después uno no puede evitar pensar que el niño que aparece casi al final de la película, quizá como símbolo de esperanza en el futuro, tendrá que vivir la Primera Guerra Mundial, la Revolución, la Guerra Civil, la hambruna de Ucrania, el terror de Stalin y la Segunda Guerra Mundial. Quizá incluso sobreviva para ser testigo del desmoronamiento del régimen comunista, que se cimentó con sangre e ilusiones y al final resultó ser uno de los grandes espejismos del siglo XX.
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