A la vez que intenta ser innovadora, explorar nuevos caminos en el joven medio cinematográfico, El hombre de la cámara es un evocador viaje al pasado, a un San Petesburgo donde ya se ha asentado el Estado comunista, ese que quería crear un hombre, que en aquella época todavía contemplaban con ilusión millones de personas dentro y fuera de la Unión Soviética. Vertov quiere crear una película sin guion, sin personajes y sin trama, apostándolo todo al montaje, consiguiendo así una obra hipnótica e irrepetible, un experimento formal que sigue fascinando a los espectadores del presente. El cineasta no se conforma con un documental sobre la vida cotidiana en la ciudad y frecuentemente altera las imágenes, crea efectos especiales con ellas, parte en dos la pantalla, creando así un ritmo tan frenético y a la vez tan adecuado como el tránsito de vehículos por una autopista. Es curioso que en todo momento Vertov muestra ciudadanos felices, atareados en sus quehaceres o disfrutando de momentos de ocio, por lo que la película - eso sí, de un modo muy secundario - tiene también un tono propagandista, muy en consonancia con el carácter del nuevo Estado socialista, mostrándose también la presencia espiritual constante de personajes sagrados de la causa como Gorki o el mismo Lenin. No puede uno evitar pensar que tan solo una década después, esta bulliciosa ciudad iba a ser atacada de la forma más cruel posible y posiblemente muchos de los hombres y mujeres que aparecen en la cinta serían víctimas de tal brutalidad. Pero esa es otra historia. El hombre de la cámara es una película optimista, que sigue siendo muy moderna a día de hoy, puesto que está dotada de un lenguaje visual atemporal.
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