El primer largometraje de Michael Mann como director dejaba ver algunas de las obsesiones que iban a caracterizar el resto de su carrera. En este caso se trata de retratar la vida de un profesional de la delincuencia que acaba de pasar buena parte de su juventud en la cárcel, donde ha adquirido una ética criminal y violenta que puede estallar en cuanto se sienta engañado por sus socios accidentales, aunque su auténtico anhelo sea retirarse y formar una familia. Lo mejor de la película son las escenas de robo, el retrato que Mann realiza de la actuación metódica y tranquila del protagonista en esos momentos de tensión. También destaca el personaje de Leo, un mafioso que intenta dar la impresión de que el funcionamiento de su organización criminal es similar al de una empresa con un jefe paternalista, pero que es capaz de cambiar radicalmente de actitud cuando cree que alguien se está pasando de la raya. Lo peor de Ladrón es ese efectismo muy propio de los años ochenta que llega a su culmen en la casi ridícula escena final, una ensalada de tiros a cámara lenta que afortunadamente Mann rectificaría en obras posteriores muchísimo más sólidas como Heat. Aquí se intenta dejar todo el peso de la película en el estrellato de James Caan, algo que se consigue solo a medias.
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