Hay personajes que sobreviven en el imaginario popular generación tras generación. Robin Hood es uno de ellos, pues su tradición - quizá basada vagamente en algún personaje real - se remonta a la Edad Media. Lo que produce fascinación en él es su rebelión contra el poder establecido y el famoso lema de "quitar a los ricos para darle a los pobres". Robin Hood representa la verdadera nobleza, que no es la de la sangre, sino la de un carácter desprendido que arriesga su vida por los demás. Por otra parte, las aventuras de Robin Hood siempre tuvieron un tono divertido y escasamente dramático. Quizá por ello la propuesta de Richard Lester, que ahonda en la psicología de un personaje ya maduro, que vuelve después de muchos años de lucha en las Cruzadas a su antigua guarida en el bosque de Sherwood. Allí se encontrará a Lady Marian, que ha renunciado al amor par convertirse en monja, pero en cuyo interior ha permanecido la llama de los días gloriosos pasados junto al proscrito. La historia de amor que se retoma entre ambos es verdaderamente conmovedora y aquí funciona estupendamente la química entre esos dos enormes actores, Sean Connery y Audrey Hepburn. Y resulta verdaderamente delicioso que se nos permita contemplar la humanidad de una leyenda que pretende ser el que era, pero en quien los años no han pasado en balde. Además, la película tiene otro enorme foco de interés: la relación entre el protagonista y su enemigo íntimo, el sheriff de Nottingham, magníficamente interpretado por Robert Shaw. Este personaje, que parece de vuelta de todo, también se alegra íntimamente de la vuelta de Robin, porque lo conoce muy bien y eso hace que lo estime y lo respete y hasta que se pueda ver que entre ambos hay una semilla de amistad que nunca ha podido brotar debido a las circunstancias. Un filme mítico que trata de manera ejemplar el clásico tema de la decadencia de los héroes.
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