La España del siglo XI, en la que nació Rodrigo Díaz, era un territorio inestable, divido entre reyes cristianos y musulmanes, reinos que siempre estaban en disputa, en eterna sucesión de alianzas y traiciones. La tradición nacionalista española ha querido ver en el Cid Campeador un héroe dotado de todas las virtudes castellanas, una especie de adalid de la Reconquista que serviría de inspiración para volver a cristianizar los territorios perdidos a manos de los musulmanes a partir del año 711. Los estudios más recientes desmienten esta idealizada visión y sitúan a Rodrigo más bien como una especie de mercenario que, una vez desvinculado de su señor natural de Castilla, se vendería con su hueste al mejor postor, fuera éste cristiano a musulmán, ofreciendo su prestigioso brazo guerrero a quien pudiera pagar sus servicios, asegurándose a su vez parte del botín conquistado en las batallas victoriosas.
Pérez Reverte presenta al protagonista recién desterrado por Alfonso VI y buscando a un nuevo Señor al que servir de manera provisional hasta que se normalizara la situación con el rey de Castilla. Llegará a un acuerdo con el rey musulmán de Zaragoza, que utilizará a su nuevo y formidable soldado para ajustar las cuentas con su propio hermano y rival. En estos años la fama del Cid ya estaba asentada, por lo que sus servicios eran tan prestigiosos como caros, aunque terminaban siendo muy rentables para el pagador: no había quien igualara a Rodrigo en el combate cuerpo a cuerpo. Y no solo eso: sus virtudes guerreras incluían un don singular para motivar a quienes combatían a su lado, dando ejemplo de sacrificio e igualdad a la hora de afrontar los peligros de la batalla. Además, parece ser que poseía buenas nociones de estrategia militar, así como una formidable intuición en los momentos decisivos, derivada de su amplia experiencia, unos dones que eran los más apreciados en unos tiempos tan turbulentos como los que le tocó vivir.
Pérez Reverte disfruta con la descripción de un personaje con una muy personal concepción del honor, dotado de nobleza, pero también de crueldad con aquel que se interponga en sus objetivos. Un hombre inteligente y prudente, capaz de mantener la distancia con nobles y reyes, pero también de hablarles de tú a tú cuando las circunstancia obligaban a ello. Un guerrero de inmensa fama y prestigio en el violento mundo fronterizo de la época que va sintiendo íntimamente que cada acción militar que protagoniza le va debilitando cada vez un poco más, pero que no puede sustraerse de sus obligaciones en el único oficio que conoce, un héroe cansado de los que proliferan en la obra del autor de El maestro de esgrima. Además, la novela está muy bien documentada, sobre todo en sus brutales escenas de batalla, describiendo los más mínimos detalles de lo que debía sentir un caballero en el centro de la refriega:
"Esperar a caballo parado la carga enemiga era condenarse a muerte; así que trotó al encuentro de las lanzas —no quedaba espacio para alcanzar el galope— inclinado el cuerpo sobre el cuello del animal, firme en los estribos, asentando el escudo ligeramente vuelto a un lado para desviar impactos. Llevaba la rienda en esa misma mano, pero floja, pues en aquellas circunstancias el caballo se guiaba más con las piernas que con las manos. Y alzaba la espada extendido el brazo diestro, lista para apartar los hierros que en un instante iban a buscar su cuerpo, y para tajar luego, si podía. Si tras el primer choque seguía montado y vivo."
Y al final, queda la leyenda, aquella idealización que convierte al hombre en mito, en un ser perfecto y casi irreal de cuyo prestigio todos quieren apropiarse para reforzar los propios fines e ideas. En el franquismo, el Cid fue la esencia de todas las virtudes españolas, ejemplo de guerrero magnánimo y austero, así como invicto, un reflejo del propio Caudillo. Ni ejemplo de virtudes ni mercenario sin alma, Rodrigo Díaz no fue más que un hijo de su tiempo, alguien al parecer de orígenes humildes que supo utilizar sus habilidades innatas para terminar casi igualándose a reyes y nobles y hasta superándolos en fama y prestigio. Como le dice el rey Mutamán:
"Por lo común, las leyendas se construyen sobre hombres muertos. Pero tú eres una leyenda viva, Sidi Qambitur. Contigo vencería yo a los hombres, a los diablos y a los ángeles del cielo."
Unas leyendas, con nombre propio.
ResponderEliminarUn abrazo.
Por lo que yo tenía entendido, el Cid es el arquetipo del "señor de la guerra", caudillo a cargo no de un territorio físico sino de un conjunto de soldados profesionales (más o menos saqueadores) cuyas lealtades políticas siempre van en función de los intereses de la tropa -mesnada.
ResponderEliminarSupuestamente, el prestigio del Cid consistía en que, a pesar de ello, siempre fue en el fondo leal a Castilla y a su Rey.
En todo caso, un mundo primitivo, perversamente atractivo hoy