El témino mundo líquido ha hecho fortuna como descripción de nuestro mundo y nuestra sociedad como algo en permanente cambio, sin demasiadas bases sólidas. Lo que antes eran certezas absolutas, ahora pueden ser discutidas. Incluso el sentido de permanencia a una nación o a una religión determinadas pierde importancia a pasos agigantados. Las fronteras, al menos las virtuales, han desaparecido gracias a la omnipresencia de la red de redes, que regula cada vez más aspectos de la existencia. Los aparatos que nos conectan a internet ya no representan solo algo tremendamente útil, sino una especie de amuleto que siempre ha de estar junto a su usuario, llegando a consultarse cientos de veces al día, en la mayoría de las ocasiones para asuntos banales o de manera inconsciente.
El ciudadano es tratado cada vez más como un consumidor. Las grandes empresas, las verdaderas diseñadoras del mundo líquido, refinan cada vez más sus técnicas de venta, incluso llegando a personalizar su oferta, esperando que cada individuo se sienta como alguien especial, como receptor de un estatus diferenciado, aunque al final todos queramos más o menos lo mismo. Uno de los últimos inventos son los productos exclusivos, aquellos que solo pueden llegar a ciertas personas con un nivel adquisitivo alto. Los productores, en el colmo del cinismo, organizan listas de espera para acceder a dichos productos, para que la fidelización del cliente sea absoluta, por la satisfacción de sentirse especial y agradecido a quien le distingue con la confianza de venderle un vehículo, una ropa o un ordenador con características únicas, aunque en el fondo su utilidad sea la misma que la de los productos más convencionales. El concepto de love marks, puesto de moda hace algunos años, acerca a las multinacionales a una especie de devoción religiosa por parte de unos consumidores fieles que necesitan nuevas dosis del efímero placer que proporciona pasar la tarjeta para ser poseedor de un producto Apple, BMW o Lacoste.
Frente a este panorama, ser libre se vuelve una tarea más difícil que nunca. Aunque las tendencias sociales del momento aboguen por el individualismo, por la idea de personas hechas a sí mismas y autosuficientes, al final, si se rasca un poco la superficie, nos daremos cuenta de que la mayoría de la gente tiene unos gustos y una forma de pensar bastante similares. Si uno es diferente, lo advertirá en el hecho de que se sentirá bastante perdido en ciertas reuniones sociales:
"Como anotó en su diario Max Frisch, el gran novelista y no menor filósofo de la vida, el arte de «ser tú mismo», con seguridad una de las artes más exigentes, consiste en rechazar y repeler con decisión definiciones e «identidades» impuestas o insinuadas por otros; en resistirse a lo actual, escapar a la sujeción incapacitadora del impersonal das Man de Heidegger, nacido de la multitud y poderoso a través de ella,(...); en resumen, en «ser alguien distinto» y no lo que las presiones externas obligan a todo el mundo a ser."
En cualquier caso - ¡estamos en un mundo líquido! - encontrar puntos de referencia verdaderamente fiable es tarea harto complicada. Habría que reformular los conceptos de términos como individualismo y cooperación, para hacerlos compatibles. Como bien dice Bauman, es hora de que el mundo se vuelva menos economicista, que el PIB no solo mida una serie de cifras que apenas dan idea del bienestar y la felicidad de la gente. La creación de cierta solidez empieza por abandonar paulatinamente el culto a la satisfacción inmediata y efímera y empezar a valorar y sacar todo su jugo a un consumo mucho más responsable.
A mí este hombre no me convence. Me parece todo una pedantería. La sociedad de consumo existe hace ya mucho, y antes de ella la gente tenía aún menos libertad para elegir. La sociedad de consumo me parece más un mero subproducto de la diversidad propia de una sociedad más libre.
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