Acercarse a una obra como A la busca del tiempo perdido significa un momento importante para cualquier lector. Al igual que sucede con otras cimas de la literatura como Guerra y Paz, de Tolstói, Ulises, de Joyce o La montaña mágica, de Mann, se trata de emprender un camino difícil, repleto de obstáculos, a veces frustrante, pero a la postre, siempre satisfactorio. En obras como ésta el escritor plasma su obsesión artística y quien las lee puede apreciar el esfuerzo que ha costado la elaboración de cada página, de cada frase. El trabajo de Proust es nada menos que la evocación de un mundo, una forma de vida que prácticamente se perdió con la llegada de la Primera Guerra Mundial, la sociedad de una Europa mucho más inocente y despreocupada, repleta de conflictos sociales, pero a la vez confiada en la idea de progreso. Bien es cierto que su interés principal está en los salones de la gran aristocracia, en los que se dan cita personajes a la vez sublimes y ridículos. Un mundo cerrado y exclusivo, de gran refinamiento, que se alimenta de su autocomplacencia.
Pero si solo tuviéramos que destacar una característica de la extensa obra de Proust esta sería su obsesión por apresar el tiempo pasado a través de la evocación "Para mí. la novela no es sólo psicología plana, sino psicología en el tiempo", escribió Proust en Ensayos y artículos. El narrador sabe que es un esfuerzo desproporcionado, porque los recuerdos son engañosos y atrapar la realidad pretérita, "(...) tratando de recordar, sintiendo en el fondo de mí unas tierras
reconquistadas al olvido que se desecan y vuelven a formarse", con todos sus matices y sus infinitas complejidades, es imposible. No obstante se trata de un ejercicio al que todos nos entregamos tarde o temprano, aunque pocos pueden llegar al grado de detalle que consigue la prodigiosa escritura proustiana, que dedica párrafos enteros al ejercicio y técnica de esta evocación:
"Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido que tratemos de evocarlo, inútiles todos los esfuerzos de nuestra inteligencia. Está oculto fuera de su dominio y de su alcance, en algún objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que ni siquiera sospechamos. Y ese objeto, depende del azar que lo encontremos antes de morir, o que no lo encontremos."
La primera parte de Por la parte de Swann, Combray, contiene el célebre episodio de la magdalena, del sentido olfativo (a todos nos ha sucedido algo parecido alguna vez) que lleva inevitablemente a la activación de mecanismos de la memoria que creíamos ocultos para siempre. En este caso los recuerdos aluden a una infancia feliz, protegida por la sombra de los padres. La familia pasa sus vacaciones en Combray, un lugar que es rememorado con todo lujo de detalles: los paisajes, las construcciones, sus habitantes y las características de muchos de ellos. En realidad no sucede nada importante, pero la técnica narrativa de Proust hace que cada episodio posea un halo de trascendencia por la profundidad con la que es descrita la más pequeña anécdota. Y es que, para el narrador, en la propia biografía cada elemento, hasta el que parece más insignificante, tiene su importancia y de todos ellos se extraen aprendizajes que pueden ser muy útiles para el futuro: la subjetividad aparece aquí como la auténtica medida de la naturaleza humana que todos compartimos.
En Un amor de Swann, el protagonismo pasa a uno de los vecinos de Combray, el aristocrático y elegante Charles Swann, que se ha mostrado en la parte anterior como una especie de ser superior a los ojos del narrador. Este capítulo, que puede ser leído de forma totalmente independiente, cuenta el proceso de enamoramiento por parte de Swann de una mujer que no parece ser la idónea para un ser tan exquisito. El protagonista lo sabe, pero no puede evitar que una obsesión casi enfermiza se apodere de él . Odette de Crecy no es una dama a la que se reciba en los salones sin suscitar comentarios, más bien es una mujer con pasado y con muy mala fama, una presa fácil de hombres sedientos de lujuria. Al principio el mismo Swann manifiesta su desagrado, incluso físico, por Odette, pero Proust narra magistralmente el sutil goteo de sensaciones que va haciéndole cambiar de parecer y apoderándose de sus pensamientos. El dandy no se conforma con amar, también necesita conocer todos los pormenores del pasado del objeto de su amor, lo que deriva en ocasiones en un ejercicio de auténtico masoquismo en un ambiente en el que el prestigio social lo es todo, porque, como expresa Proust, en gran parte existimos a través de la visión de los demás:
"Pero ni siquiera desde el punto de vista de las cosas más insignificantes de la vida somos un todo materialmente constituido, idéntico para todo el mundo, y de quien basta a cualquiera con ir a informarse como si se tratara de un pliego de condiciones o de un testamento; nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los demás. Hasta el acto tan simple que denominamos «ver a una persona que conocemos» es en parte un acto intelectual."
En la tercera parte, Nombres de países, volvemos a la misma voz narrativa de Combray. En esta ocasión también asistimos a un proceso de enamoramiento, pero mucho más inocente, mucho más puro, el amor de un ser tan extremadamente sensible que es capaz de enfermar al evocar un futuro viaje a Italia, al principio del capítulo. Nombres de países contiene también hermosas descripciones de las ilusiones de la infancia, del invierno parisino, de la lluvia y de unos Champs Elysees cubiertos de nieve.
Proust es literatura exquisita, su lectura es una exploración de los límites de la narración o, lo que es lo mismo en este caso, de la remembranza. Sus frases son elaboradas y en ocasiones laberínticas, palabras de un individuo obsesionado por el tiempo y la subjetividad. Quizá los objetivos de su arte se encuentren resumidos en este párrafo:
" (...) durante mi lectura, ejecutaba incesantes movimientos de dentro afuera hacia el descubrimiento de la verdad, venían las emociones que en mí provocaba la acción en que tomaba parte, porque aquellas tardes contenían más acontecimientos dramáticos de los que suelen ocurrir en toda una vida. Eran los acontecimientos que pasaban en el libro que estaba leyendo; verdad es que los personajes implicados en ellos no eran «reales», como decía Françoise. Pero todos los sentimientos que nos hacen experimentar la alegría o el infortunio de un personaje real, sólo se producen en nosotros por conducto de una imagen de esa alegría o de ese infortunio; la genialidad del primer novelista consistió en comprender que, por ser la imagen el único elemento esencial en el mecanismo de nuestras emociones, la simplificación consistente en la pura y simple supresión de los personajes reales sería un perfeccionamiento decisivo. Por profunda que sea nuestra simpatía hacia él, a un individuo real lo percibimos en gran medida por nuestros sentidos, es decir, sigue siendo opaco para nosotros, ofrece un peso muerto que nuestra sensibilidad es incapaz de sobrellevar. Si una desgracia le golpea, sólo podremos sentirlo en una pequeña parte de la noción total que de él tenemos; es más, el propio individuo sólo podrá sentirlo en una parte de la noción total que de sí mismo tiene. El hallazgo del novelista consiste en que se le ocurrió sustituir esas partes impenetrables para el alma por una cantidad igual de partes inmateriales, es decir partes que nuestra alma puede asimilar."
La aventura de leer a Proust... Sorprende que hay escritores complejos que aseguran que leer "los siete tomos" es un absoluto muermo. A mí me valió la pena, aunque mi motivación inicial era documentarme sobre "por qué tanta gente alaba a Proust". No aventuremos juicios pues todavía quedan los otros seis tomos. Yo pues pienso que siento que me parece que...
ResponderEliminarEso es, todavía quedan seis tomos, apenas he empezado este proyecto. Poco a poco se irán leyendo. Hace falta una especial disposición para leer a Proust. No es fácil ni complaciente, pero la recompensa es cuantiosa.
ResponderEliminar