viernes, 31 de julio de 2015

CIUDADANO KANE (1941), DE ORSON WELLES. POBRE NIÑO RICO.

Cuando se aborda una película tan mítica como ésta, la tentación es volver a repetir la intrahistoria de la misma: la precocidad de un Orson Welles, que a los veinticinco años parecía conocer todos los secretos del lenguaje cinematográfico, la intervención del biografiado William Randolph Hearts, intentando boicotear la cinta, su puesto habitual como mejor película de la historia del cine en las votaciones de críticos de todo el mundo...

A mí lo que más me fascina cuando veo Ciudadano Kane es precisamente la historia de su protagonista, ese niño al que su padre le dice: "un día serás el hombre más rico y poderoso del mundo". Porque Kane no es más que el hijo de la fortuna, alguien que estaba destinado a una vida gris, que de pronto hereda riquezas inimaginables y se convierte en uno de esos magnates cuyas biografías fascinan a los norteamericanos. Pero resulta curioso que el auténtico interés del protagonista se encuentre en el periodismo, en su vertiente sensacionalista. El New York Inquirer se va a convertir en el juguete favorito de Kane, el que sustituye a su querido Rosebund. Pero si Rosebund era un instrumento de diversión, de los placeres sencillos de la infancia, el periódico es un instrumento de poder, hasta el punto de que puede usarse incluso para instigar una guerra. Los juegos con el New York Inquirer también provocan enemistades peligrosas, hasta el punto de que le atacan en su único punto débil: su matrimonio.

Kane es un hombre acostumbrado a imponer su voluntad, por lo que su decadencia comienza desde el mismo instante en el que pierde sus elecciones para gobernador del Estado de Nueva York, primer escalón de su auténtico objetivo: la presidencia de los Estados Unidos. A partir de aquí, las escenas más absorbentes son las que transcurren en Xanadú, el palacio imperial que hemos entrevisto ya en el vociferante noticiario News on the march, que resume la historia de Kane, precisamente en un tono sensacionalista muy propio del personaje. Xanadú es la villa del hombre que lo tenía todo, todo, todo. Un lugar que quiere ser un aleph de todos los estilos, compendio de todas las maravillas del mundo y que al final deviene en un infierno, donde un Kane envejecido y demacrado rumia su amargura en unos descomunales salones que, lejos de su función original de engrandecer al hombre, hacen de él un pigmeo, alguien perdido en el laberinto de sus inmensas riquezas, que se acompaña solo de las imágenes que le devuelven los abundantes espejos de la mansión. Su segunda mujer, la cantante que perdió su carrera política, no es más que una caricatura, un ser enfermo, que no ha podido asimilar el cambio de vida proporcionado por un marido tan rico como despótico.

Al final resulta que el mayor de los tesoros de Kane estaba en su infancia, es decir en esa inocencia que se interrumpió tan bruscamente con la llegada inesperada de su fortuna, algo que no logran descubrir los periodistas, quizá porque la verdad a veces se encuentra en los hechos más sencillos e insospechados. Ciudadano Kane es una obra inmortal que puede visionarse a muchos niveles, pero yo siempre me he fijado ante todo en la historia del gran hombre, ese Charles Foster Kane que se pelea con la realidad porque ésta no se adapta siempre a sus deseos.

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