A principios de agosto de 1945, los habitantes de Hiroshima vivían en un constante estado de ansiedad. Sabían que casi todas las ciudades importantes de Japón habían recibido devastadores ataques aéreos por parte del enemigo estadounidense, algunos tan terribles como las tormentas de fuego que destruyeron buena parte de Tokio. En Hiroshima algunos atribuían este hecho a la buena suerte, pero la gran mayoría intuían que algo especial se estaba preparando para ellos y los rumores se sucedían. Muchos sabían que la guerra estaba perdida, pero el espíritu patriótico, de devoción al emperador, seguía tan presente como siempre y la gente se afanaba en construir refugios antiáeros y cortafuegos urbanos. No se imaginaban que todas estas medidas eran completamente inútiles ante el poder de la bomba que se les venía encima.
Como es bien sabido, la bomba estalló a las 8:15 de la mañana del 6 de agosto de 1945, hace ahora exactamente setenta años. La alarma había sonado temprano, como casi todos los días, debido al paso de grupos de aviones que se dirigían a otras ciudades, pero cuando el Enola Gay sobrevolaba Hiroshima, muchos habían decidido obviar la alerta ante un cielo que parecía despejado. La explosión de la bomba mató instantáneamente a decenas de miles de personas. Estos fueron afortunados si se compara su destino con el de quienes se encontraban un poco más alejados del centro de la ciudad, que sufrieron quemaduras terribles, sin saber muy bien qué les había atacado. Pronto se formaron amplias filas de seres humanos que, arrastrando sus cuerpos semiderretidos, intentaban alejarse de las terribles tormentas de fuego que estaban arrasando la ciudad. Uno de los aspectos que más impresiona es el estoicismo con el que, por regla general, las víctimas aceptaron su destino. Los heridos se quejaban en voz baja o callaban, esperando serenamente la muerte. Hasta los niños parecían seguir el ejemplo de sus mayores.
Los que tuvieron la suerte de no sufrir heridas de importancia, porque la fortuna quiso que en ese instante se encontraran en algún lugar que les hizo de parapeto, fueron testigos de escenas dantescas, nunca presenciadas por ojos humanos:
"El señor Tanimoto, temiendo por su familia y su iglesia, corrió hacia ellos por la ruta más corta: la autopista Koi. Era la única persona que entraba a la ciudad; se cruzó con cientos y cientos que escapaban de ella, y cada uno parecía estar herido de alguna forma. Algunos tenían las cejas quemadas y la piel les colgaba de la cara y de las manos. Otros, debido al dolor, llevaban los brazos levantados en el aire, como si cargaran algo en ambas manos. Algunos iban vomitando. Muchos iban desnudos o en harapos. Sobre algunos cuerpos desnudos, las quemaduras habían dibujado patrones: tiras de ropa interior y suspensorios, y, sobre la piel de algunas mujeres —puesto que el blanco reflejaba el calor de la bomba y el negro lo absorbía y lo conducía a la piel— se veían las formas de las flores de sus kimonos. A pesar de sus heridas, muchos ayudaban a los parientes que peor estaban. Casi todos inclinaban la cabeza, mirando al frente y en silencio, sin expresión alguna en el rostro."
El relato de John Hersey es uno de esos textos de puro periodismo que intenta indagar hasta las últimas consecuencias en uno de los episodios más traumáticos de la historia. El escritor llegó a la ciudad poco después de la rendición del Japón y comenzó a escribir un reportaje basándose en el testimonio de algunos testigos, que le narraron con exactitud sus experiencias. Después Hersey se dedicó a seguir sus vidas y el lector tiene noticias de ellas hasta los años ochenta, cuando ya se sabía sobradamente que las consecuencias de la bomba no se limitaban a la explosión, sino que los que habían estado expuestos a la radioactividad generada por la misma, contaban con muchas posibilidades de desarrollar terribles enfermedades, como así sucedió con buena parte de los supervivientes. Muchos de ellos hubieron de padecer durante años toda clase de males: las secuelas de horribles quemaduras, heridas que curaban y volvían a abrirse, tumores, úlceras y todo tipo de cánceres. Además, tuvieron de hacer frente a otro mal más inesperado y quizás aún más doloroso: el estigma social de ser una víctima de Hiroshima, un hibakusha. Las víctimas hubieron de esperar nada menos que a 1957 para que el Parlamento japonés promulgara una Ley de Cuidados Médicos para las Víctimas de la Bomba Atómica.
Uno de los debates más enconados - que Hersey apenas trata en su libro, porque fundamentalmente Hiroshima es un homenaje a las víctimas - es si fue necesario o no lanzar las dos bombas atómicas para acabar con la guerra. Es difícil pronunciarse al respecto a setenta años vista. El de Hiroshima no fue ni mucho menos el único horror de un conflicto lleno repleto de lo peor que puede dar de sí la humanidad: desde los primeros bombardeos efectuados por los nazis en Varsovia, Róterdam o Coventry, hasta la campaña de aniquilación de las ciudades alemanas y japonesas efectuada por los Aliados en los últimos años de la guerra. Y los japoneses no fueron ajenos, en modo alguno, a estas prácticas. Su ejército se comportó habitualmente de modo brutal en las zonas que ocupaba y es indudable que si hubiera contado con la posibilidad de lanzar una bomba atómica contra una gran ciudad estadounidense, su alto mando no se lo hubiera pensado dos veces. Esto no justifica en absoluto la decisión de Truman, pero la coloca en el contexto de una época de guerra total, de represalias continuas y de hartazgo general de un conflicto (recordemos que para entonces ya habían muerto casi cincuenta millones de personas) que había sido provocado precisamente por los países del Eje, por lo que la opinión pública estadounidense se sintió aliviada cuando supo que no iba a ser necesario luchar para conquistar Japón. Una de las supervivientes expresa muy bien esos sentimientos, vinculando su desgracia a la que padecieron tantos otros en medio mundo:
"Estos pensamientos la llevaron a una opinión que no era la convencional de un hibakusha: demasiada atención se le prestaba a la bomba atómica, y no la suficiente a la crueldad de la guerra. Según su amarga opinión, eran los políticos hambrientos de poder y los hibakushas menos afectados quienes se concentraban tanto en la bomba, y nadie pensaba demasiado en el hecho de que la guerra había transformado en víctimas, indiscriminadamente, a los japoneses que sufrieron bombardeos atómicos o incendiarios, a los civiles chinos que fueron atacados por los japoneses, a los jóvenes soldados, japoneses y norteamericanos, que fueron reclutados a pesar de sus renuencias para acabar mutilados o muertos, y, por supuesto, a las prostitutas japonesas y sus bebés mestizos. Sasaki-san había conocido de primera mano la crueldad de la bomba atómica, pero sentía que más atención debía ser prestada a las causas de la guerra, y menos a sus instrumentos."
La ciudad de Hiroshima acabó convirtiéndose en un símbolo de paz, en el ejemplo vivo de las consecuencias en las que podría derivar la incipiente carrera atómica entre las dos superpotencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial. Si de algo debemos felicitarnos, después de conocer con toda su crudeza los horrores a los que tuvo que enfrentarse la población de la ciudad mártir, es de que no hayan vuelto a repetirse ataques atómicos o nucleares en las décadas siguientes, una señal de que al menos algo se aprendió con la experiencia. Leer la obra de Hersey y reflexionar sobre el nivel de crueldad al que puede llegar el ser humano es el mejor homenaje que se le puede rendir a las víctimas inocentes de aquel trágico 6 de agosto.
Pensar que Japón vivió en Hiroshima y Nagashaki su infierno en la Tierra, y a pesar de ello han construido CINCUENTA centrales nucleares,a pesar que su territorio padece seísmos a continuidad y no garantiza la estabilidad de las construcciones.En 2008 La Comisión para el control de la Energía Atómica le hizo saber a Japón que en 35 años solo había inspeccionada la mayor de sus centrales solo TRES veces ! Desde el colapso de Fukushima Japón está lanzando los desechos nucleares de esta planta directamente al Océano.
ResponderEliminarSí, desde luego una triste realidad de un país que ha vivido en sus carnes lo que es el infierno atómico. No obstante, siendo optimista, debemos felicitarnos de que al menos no se hayan repetido ataques similares desde aquellos. Por desgracia lo de las centrales nucleares es un tema mucho más aceptado y que difícilmente serán erradicadas, a no ser que un día nos estalle un Chernobyl en las narices...
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