Una de las frases más celebradas del muy popular sitio de Twitter de la Policía Nacional aseveraraba algo así como que quien juega a Breaking bad acaba convirtiéndose en protagonista de Prison break. Bajo la ingeniosa afirmación late una gran verdad: la mayoría de los que se dedican al lucrativo negocio del narcotráfico acaba entre rejas. Esto no quiere decir que este probable destino sea disuasorio para la mayor parte de los que se dedican a esto, que seguramente lo hacen porque ya han tenido previo contacto con este mundo como consumidores. Supongo que simplemente asumen el riesgo, esperando tener suerte y no piensan demasiado en esa posibilidad. Además, la sensación de peligro queda compensada por la posibilidad de ganar enormes cantidades de dinero de forma relativamente rápida y sencilla.
Como expone Araceli Manjón-Cabeza en La solución, la principal responsabilidad de que se mantenga esta guerra despiadada contra el narcotráfico recae en los Estados. Que el comercio de un producto tan demandado como la droga esté en manos de bandas criminales, que se enriquecen de manera escandalosa, no es una buena idea, como ya se probó en los años de la prohibición de alcohol en Estados Unidos. En México, por ejemplo, los narcos controlan regiones enteras, desafiando al ejército en capacidad militar. Todos los días mueren inocentes en un escenario de violencia despiadada, entre las bandas rivales y éstas contra el ejército. Muchos funcionarios se corrompen, ya sea por ganar dinero o porque temen por su vida. La legalización no sería la panacea que acabaría de un plumazo con todos los problemas, pero sí que podría convertirse en el mejor instrumento para acabar con la financiación de las mafias y velar por la salud pública: quien quiera drogas, que al menos consuma un producto controlado, no adulterado y se le ofrezca información y la posibilidad de rehabilitarse.
En España, el punto más caliente de este problema se encuentra en el Estrecho de Gibraltar, donde en pocos kilómetros cuadrados, como se nos informa al principio de la película, conviven tres soberanías: la española, la marroquí y la británica. Los pocos kilómetros de océano que separan ambas costas son un campo de batalla, a veces secreto, pero intenso. En ocasiones los telediarios se abren con imágenes del último alijo: miles de kilos de estupefacientes que hubieran alcanzado millones de euros en el mercado. Siempre que veo una noticia así, pienso en cuantos cargamentos arribarán con éxito a nuestras costas por cada uno que se captura. También me hace mucha gracia que Europa haya adoptado la medida de contabilizar (supongo que a ojo de buen cubero), para calcular el PIB de cada país, el tráfico ilegal de drogas y la prostitución. Supongo que gracias a estas actividades, España es ahora un país oficialmente más rico.
Hace ya bastante que la costa de Cádiz es un lugar económicamente deprimido, con los niveles de paro más altos de la Unión Europea. La única posibilidad para muchos jóvenes de ganarse la vida consiste en emigrar o unirse a las redes de contrabando ilegal, de tabaco o de droga. Esta es la situación en la que se encuentran los dos protagonistas de El Niño. Cuando se les concede una oportunidad de demostrar que son capaces de hacer el viaje de ida y vuelta a Marruecos, comienzan una carrera en un mundo del que es muy difícil salir, aún cuando ellos consiguen vivir unos meses de gloria cuando se montan su propia pequeña empresa, con la ayuda de Rachid, un adolescente de origen marroquí, que cuenta con sobrada experiencia en estas lides. Por otra parte, la policía del Estrecho libra su particular guerra contra el tráfico. Guerra inútil, por otra parte, pero de la que esperan resultados, al menos de cara a la galería. Jesús (Luis Tosar) es el típico miembro del cuerpo que vive para su trabajo. En el fondo sabe que las batallas diarias que protagoniza no son más que una especie de juego de ajedrez, amenizado de vez en cuando con espectaculares persecuciones, un juego que no se acaba nunca, porque por cada sospechoso capturado, otros dos están deseando ocupar su lugar.
Con estas perspectivas, con un Estado que solo es capaz de invertir dinero en una zona deprimida para luchar contra el narcotráfico, la vida de estos jóvenes debe transcurrir deprisa. Saben que las posibilidades de acabar en la cárcel son altas, pero también quieren ganar dinero para acceder a una vida digna, aunque se sepan meros peones en el gran tablero del Estrecho. El Niño y sus socios son los herederos de la mejor tradición de la novela picaresca española, víctimas de un sistema que los ningunea y después pone todos los medios para aplastarlos.
Hay que felicitar a Daniel Monzón, porque ha crecido aún más como director desde la muy interesante Celda 211. En El Niño, los elementos que conforman la acción, aparte de estar desarrollados de una forma mucho más creíble, encuentran un perfecto equilibrio entre comedia y tragedia. Todos los intérpretes están magníficos, destacando el debutante Jesús Castro (aunque uno no se lo puede imaginar en otro tipo de papel) y el siempre solvente Luis Tosar. Si algo demuestra la película de Monzón, es que en la realidad de la España actual sobran tramas para inspirar buenas muestras de género negro y policial.
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