A principios de los años noventa, cuando aún no había sido inaugurada la Exposición Universal de 1992, realicé en solitario un par de viajes a Sevilla. Con la excitación de pasear por tan hermosa ciudad, recorrí amplias zonas del centro histórico y advertí que algunos de sus barrios más antiguos se encontraban muy deteriorados, hasta el punto de que era peligroso pasear por ellos, algo que también sucedía en aquella época en Málaga. A mí, dominado por esa sed voraz de contemplar a mis anchas una ciudad distinta a la mía, no me importó demasiado. Más bien me parecía muy sugestivo el contraste entre esas viviendas tradicionales apuntaladas y a punto de derruirse con el esplendor decadente de aquellos conventos y templos barrocos. Recuerdo que cerca de la iglesia de San Luis me sucedió un incidente desagradable, cuando se me acercaron un par de tipos a pedirme dinero, pero aceleré el paso y no pasó nada. La ciudad estaba viviendo todavía años complicados, los años que refleja Grupo7, cuando el gobierno encargó a la policía que limpiara las calles de tráfico de drogas, con vistas a ese escaparate mundial que iba a ser la Expo, ese proyecto pionero que abrió la veda de las obras faraónicas y de escasa utilidad en nuestro país.
Si hay algo que refleje con acierto la película de Alberto Rodríguez es que la lucha contra la droga es algo sucio, que impregna de corrupción todo lo que toca, incluidos los paladines de la justicia, algo que ya habíamos visto en toda suerte de producciones extranjeras. Pero verlo reflejado aquí, en un lugar que uno conoce muy bien, produce una sensación extraña, como un reconocimiento de verosimilitud respecto a lo que se está contemplando en la pantalla. Volviendo la vista atrás, uno se espanta al reflexionar acerca del impacto de la heroína en las calles en aquel tiempo, las vidas que lastró y los problemas de inseguridad que causó en barrios enteros. Que la respuesta de las autoridades fuera casi exclusivamente represiva, dice mucho de los errores que se han ido acumulando en todas estas décadas de lucha contra la droga. Para realizar su tarea con un mínimo de efectividad, los miembros del Grupo 7 no tienen más remedio que anticiparse a los métodos de los grupos de traficantes que infestaban Sevilla: ser más violentos que ellos, exhibir más mala leche, amenazar y torturar sin prejuicios para obtener información y entrar de lleno en su mundo, aprovechando de paso para ganar algún dinero a través de alianzas con unos clanes en detrimento de otros.
Si se piensa bien, eran los únicos métodos que podían funcionar si se quería limpiar la ciudad en un tiempo récord: sembrar el terror entre los criminales, obviando las garantías judiciales y constitucionales. Lo mejor de Grupo 7 es haber reflejado a la perfección el ambiente de esa época y de la vida cotidiana de estos soldados, que se juegan la vida todos los días para que sus jefes puedan ofrecer ruedas de prensa, orgullosos de los grandes alijos capturados. Rodríguez filma a la perfección persecuciones en los ambientes degradados en los que se movía la droga, testigos del infierno cotidiano en el que tanta gente se movía. Hay algunas escenas impactantes, filmadas con mucho oficio: la lluvia de objetos contra los policías, cuando llegan a un enorme y decrépito bloque de viviendas a realizar una redada o la vejación de la que son objeto cuando son capturados por uno de los clanes. Todo rodado con pasión y un oficio que va a verse corroborado con la magnífica La isla mínima.
Grupo 7 destila autenticidad por los cuatro costados. Muestra aquella cara de la sociedad que los políticos quisieran esconder y la existencia cotidiana de los antihéroes encargados de limpiarla. Ni que decir tiene que las imágenes de las obras de la Expo 92 van sucediéndose para recordarnos que la corrupción se movía también en niveles mucho más elevados. Mención especial para todos sus intérpretes, incluido un Mario Casas que demuestra que está preparado para cualquier tipo de papel, y no solo los que se basan en su físico.
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