miércoles, 29 de octubre de 2014

HISTORIA DE UN ALEMÁN. MEMORIAS 1914-1933 (1939), DE SEBASTIAN HAFFNER. EL YO SAGRADO Y PURO.


En uno de los capítulos más logrados de este libro, su autor intenta justificar el tono empleado, muy personal y, por lo tanto, enormemente subjetivo. Haffner casi se disculpa por no centrarse en los políticos y en los personajes relevantes de la época y hacerlo en el hombre de la calle, en el testigo de una barbarie que iba día a día haciéndose presente con más descaro. Y entonces dice algo muy lúcido. Que las personas corrientes son los auténticos protagonistas de la historia, los que pueden hablar de lo que han visto, de lo que han padecido o del sufrimiento de sus vecinos. Y la Alemania de los años veinte y treinta era una época histórica singular, en la que los germanos debían decidir si empleaban todas las energías nacionales en prepararse para una revancha, tras la derrota en la Primera Guerra Mundial, o se convertían en una democracia comparable a las del entorno, en un país parecido a Inglaterra o Francia.

Antes, de niño, Haffner ha vivido los años de la Gran Guerra, y ha seguido las batallas casi como si de un juego se tratara. La violencia, que en esos años se hallaba muy lejos de Berlin, se presenta precisamente después de firmarse la Paz de Versalles. Un ambiente de revolución y guerra civil impera durante meses en Alemania y los combates en las calles no son extraños. Después llega una especie de pacificación de una sociedad derrotada que quiere salir adelante, aunque no es fácil. Son los años de la inflación que todavía se recuerdan en aquel país como una auténtica pesadilla. Luego llegarán algunos años mejores, que harán pensar en que la República de Weimar es una alternativa viable frente al tradicional militarismo prusiano. Un espejismo. Los nacionalsocialistas llegarán al poder, no por un golpe de Estado, sino a través de las urnas. Y una vez instalados en él, no lo soltarán hasta que los soviéticos entren en Berlín en 1945, después de una guerra en la que morirán siete millones de alemanes. 

El caso de Sebastian Haffner es singular. No se trataba de un judío, un homosexual, un comunista o un pacifista, cuatro de los grupos más perseguidos desde el primer momento por el gobierno nazi. Al contrario, él podía considerarse un ario puro, un jurista de talante conservador, miembro de una familia pudiente. Pero quizá ese arraigo a la ley y a la justicia es lo que hace que desde el principio rechace los métodos radicales del nuevo gobierno para hacerse con un poder absoluto que no solo abarque lo público, sino también el ámbito privado de la vida de los ciudadanos alemanes. ¿Por qué la mayoría de éstos aceptaron casi sin resistencia esta nueva tiranía totalitaria? Quien mejor puede responder a esta trascendental pregunta es quien lo ha vivido de primera mano:

"(...) el efecto producido por el terror debía intensificarse justo a través del secretismo y del peligro que implicaba el mero hecho de hablar de las barbaridades. La descripción sin ambages de lo que realmente ocurría en los sótanos de las SA y en los campos de concentración —por ejemplo desde la tribuna de oradores o a través de la prensa— podría haber provocado una reacción de resistencia desesperada incluso en Alemania. En comparación, las escalofriantes historias susurradas por lo bajo —«¡Ande con mucho cuidado, vecino! ¿Sabe lo que le ha pasado al señor X?»— conseguían partir por el eje cualquier oposición con mucha más eficacia. Tanto más cuanto que, al mismo tiempo, nos mantenían totalmente ocupados y distraídos con una sucesión ininterrumpida de fiestas, celebraciones y horas solemnes nacionales."

Ante esta grave enfermedad colectiva, el narrador se propone, basándose en la máxima de Stendhal, "el mantenimiento de un yo sagrado y puro", de un pensamiento propio en un entorno cada día más hostil. No es fácil. Los actos nazis se multiplican y también las procesiones. El ciudadano que ve pasar la cruz gamada y no levanta el brazo se arriesga a una paliza o algo peor. Y después están los amigos judíos y la novia, que sufren especialmente el acoso del nuevo Estado, aunque todavía, en 1933, nadie puede imaginarse cuan lejos va a llegar en su política criminal. Él mismo siente miedo casi todo el tiempo. Cuando es llamado para participar en un campamento de instrucción militar para juristas, no tiene más remedio que acudir y allí tiene oportunidad de experimentar los métodos nazis para que el ario se sienta parte de una comunidad nacional que quiere demostrar su superioridad, primero a los ciudadanos considerados inferiores y después a los países del entorno, vengando la "puñalada por la espalda" de la Primera Guerra Mundial y creando un nuevo imperio germánico en Europa. La fórmula era sencilla: el fomento de la camaradería:

"Para poder hacerse una idea de este punto crucial hay que considerar que la camaradería anula por completo el sentido de responsabilidad propia, tanto en el terreno civil, como, lo que es peor, en el religioso. Quien vive en un entorno de camaradería está exento de toda preocupación existencial, de la dureza que conlleva la lucha por la vida. En el cuartel tiene su campamento, comida y uniforme. El transcurso de la jornada está planificado hora por hora. No debe preocuparse lo más mínimo, pues ya no ha de regirse por esa máxima severa de «cada uno es responsable de sí mismo», sino por esa otra, tan generosa y flexible, del «todos para uno». Una de las mentiras más desagradables es la que sostiene que las leyes de la camaradería son más rígidas que las que imperan en el ámbito civil del individuo. Todo lo contrario: aquéllas se caracterizan por una laxitud que casi debilita y únicamente se justifican en el caso de los soldados que van a una guerra de verdad, para quienes van a morir: sólo el pathos de la muerte permite y soporta esa tremenda dispensa de responsabilidad vital. Y ya se sabe cuán incapaces son incluso los valerosos combatientes que han pasado demasiado tiempo sobre el mullido almohadón de la camaradería de adaptarse a la dureza de la sociedad civil."

En el momento en el Haffner escribía estas líneas, 1939, la tempestad iba a desatarse de nuevo sobre Europa, pero él se encontraba a salvo junto a su novia judía en Inglaterra. Desde ahí se dedicó a combatir con la palabra al régimen que había hipnotizado a tanta gente en su país. El veneno del nacionalismo había emponzoñado las mentes de sus compatriotas y fomentado el miedo o la indiferencia. Estas líneas se dedican al que sigue siendo uno de los grandes males de nuestro tiempo:

"El nacionalismo, es decir, la autocontemplación y egolatría nacionales, es en todas partes una enfermedad mental peligrosa, capaz de desfigurar y afear los rasgos de una nación, igual que la vanidad y el egoísmo desfiguran y afean los rasgos de una persona."

Es imprescindible leer a Sebastian Haffner para seguir creyendo en la humanidad, para acercarnos a una de esas escasas voces alemanas que supo decir no, aunque dicho rechazo le costara el exilio. Él podría haber sido un privilegiado en el nuevo régimen, pero supo rechazar a tiempo la tentación y ponerse del lado del humanismo en un tiempo en el que era muy difícil tomar esa opción.

2 comentarios:

  1. Muy buena reseña, que capta lo que de peculiar tiene el libro de Haffner. Normalmente vemos el nazismo desde el punto de vista de los horrores de la guerra y la Shoah, pero Haffner lo ve desde su comienzo, cuando lo más espantoso aún no ha llegado a suceder, y describe cómo el totalitarismo se hace atractivo para la gente poco perspicaz y de cómo sus consecuencias entonces parecen impensables.

    ResponderEliminar
  2. Desde luego, lo más atractivo del punto de vista de Haffner es que se trata de un testigo no influido por todos los estudios e interpretaciones sobre el nazismo que vinieron después. Se trata de un testigo virgen, que escribe simplemente sobre lo que ve y que sabe que su país no lleva buen camino, aunque por desgracia no es capaz de imaginarse hasta que profunda sima de horrores iba Hitler a hundir a su país y buena parte del resto de Europa.

    ResponderEliminar