La historia de Afganistán es, desde hace décadas, la historia de una tragedia permanente que llega por desgracia hasta nuestros días. Allá por la mitad de los años ochenta, cuando todavía la Unión Soviética era considerada una superpotencia, se produjo la intervención de su ejército en este país en apoyo del gobierno comunista contra la rebelión de la guerrilla islámica. Para los rusos fue su Vietnam, uno de los clavos que terminaron de cerrar el ataud del moribundo sistema soviético. Para los estadounidenses, que apoyaron a los talibanes, fue una victoria que acabaría volviéndose contra su país, en forma de inesperado atentado en su propio suelo. Mientras tanto, en Afganistán conviven generaciones enteras que solo han conocido guerra e islamismo. La invasión estadounidense de 2001, presuntamente victoriosa, no fue más que un espejismo, puesto que los conflictos tribales jamás han abandonado un territorio en el que las palabras paz, libertad y estabilidad parecen estar desterradas.
El fotógrafo cuenta la historia de Didier Lefèvre, que viajó a Afganistán en 1986 para documentar una misión de Médicos sin fronteras. Una primera reflexión se impone: en todos los conflictos siempre existen personas muy bien formadadas, de un altruismo inconcebible, que abandonan las comodidades de su hogar y la posibilidad de ganar buenos sueldos en trabajos de prestigio para poner a disposición de los más desfavorecidos sus valiosos conocimientos. Los médicos que retrata Lefèvre en su viaje forma parte de la humanidad tanto como los que organizan matanzas en nombre de un Dios iracundo o de una ideología tergiversada. Lo cierto es que casi en ningún momento llega a contemplarse ningún auténtico combate, solo sus consecuencias. La misión se mueve en la periferia de la guerra, en esa zona de nadie por la que transitan los refugiados y los heridos, huyendo hacia un destino incierto, donde no se contempla el resplandor de las balas trazadoras, pero en la que el dolor es muy real. En Afganistán la mayoría de los heridos soportan estoicamente su desgracia. Hasta las niñas se aguantan las lágrimas cuando son tratadas de graves quemaduras. Un combatiente que acaba de ser operado después de haber perdido un ojo, se levanta de la cama y lo primero que se le ocurre es coger su fúsil para comprobar si puede seguir apuntando con la misma destreza de antes.
Dice el periodista y dibujante de comics Joe Sacco que él entiende el periodismo como el primer escalón de la historia. En gran parte es cierto. Nada mejor que ser testigo para poder hablar de las miserias de la guerra. Quizá por eso este cómic no se compone solo de dibujos, sino que se insertan en el mismo muchas de las imágenes que captó el objetivo del protagonista. Imágenes de vida cotidiana, del viaje a través de las montañas hasta el puesto de socorro de Médicos sin froteras e imágenes de la víctimas de la guerra, algunas con heridas verdaderamente estremecedoras. Porque El fotógrafo no es una historia de grandes hazañas, sino el retrato del heroismo cotidiano de un puñado de hombres que sienten un impulso de humanidad mientras a su alrededor reina una catástrofe inhumana. También tiene cabida un homenaje al pueblo afgano, víctima de su propia historia, cuyos hombres y mujeres se nos muestran dotados de una rara dignidad, habitantes de un país de orografía tan extrema como hermosa. Quizá la mejor parte de esta obra sea la tercera, cuando el protagonista abandona voluntariamente a sus compañeros para volver antes al hogar. Aquí el cómic se vuelve tintinesco, aventurero, porque Lefèvre tiene que enfrentarse en solitario a pruebas no previstas que casi culminan en una muerte en las montañas.
Uno de los puntos más destacables de esta historia es su voluntad de no hacer juicios, pues su auténtica pretensión es que el lector acompañe al autor a un viaje en el espacio y el tiempo (hace treinta años), que por desgracia sigue pudiéndose efectuar hoy en día en condiciones muy parecidas. Y es que Afganistán es el país de la eterna piedra de la paciencia.
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