Hay mucha gente que no lo sabe, pero los campos de
concentración y exterminio nazis no solo albergaron a judíos, prisioneros
políticos o soldados soviéticos. También contaban con abundante población
gitana de testigos de Jehová y de homosexuales, que eran considerados la más
baja escala social dentro del campo. No importa que el prisionero fuera
ciudadano alemán de pura raza aria. Si había sido sorprendido o había sido
denunciado por actos considerados de “lujuria contra natura”, perdía de
inmediato sus derechos civiles y era enviado a un campo de prisioneros del que
tendría pocas posibilidades de volver. Lo más sorprendente es que los nazis no
necesitaron modificar el Código Penal alemán para aplicar castigos a la
homosexualidad, puesto que se trataba de una conducta que ya se encontraba
tipificada desde mucho antes de su llegada al poder.
La historia del protagonista de este libro es muy triste. Contactó
con Heinz Heger (seudónimo del escritor
austriaco Hans Neumann) en los años sesenta y le transcribió su historia. Hasta
entonces las víctimas homosexuales del régimen nazi no habían obtenido ningún
reconocimiento y siguieron sin tenerlo durante algunas décadas. El libro no
interesó demasiado a las editoriales y tardó varios años en ser publicado.
Tampoco gozó de demasiado éxito hasta fechas recientes, cuando se ha convertido
en un auténtico clásico, un testimonio valiente de alguien que sufrió una doble
discriminación: la de su condición sexual y la de no ser reconocido como
víctima. Si el protagonista rehusó a dar su auténtico nombre fue para no
implicar a su familia en su historia en un momento en el que la homosexualidad
todavía estaba mal vista en la moderna Austria.
El relato que cuenta Los
hombres del triángulo rosa, es estremecedor. Los homosexuales que recalaban
en un campo de concentración eran considerados hombres degenerados no solo por
los miembros de las SS, sino también por sus propios compañeros de cautiverio.
Lo que cuenta de su llegada al campo es inolvidable:
“En cuanto nos descargaron en la amplia
explanada donde formaban los prisioneros, varios suboficiales de las SS se
acercaron y nos golpearon con palos. Debíamos formar en filas de cinco, algo
que, entre muchos golpes e insultos, llevó su tiempo a los atemorizados
componentes de mi grupo. Luego nos llamaron uno por uno: teníamos que dar un
paso al frente y decir nuestro nombre y el delito que habíamos cometido,
después de lo cual se nos entregaba inmediatamente al jefe de bloque asignado.
Cuando gritaron mi
nombre di un paso al frente, repetí mi nombre y mencioné el artículo 175.
Escuché que desde atrás me gritaban “¡maricón de mierda, vete para allá
follaculos!”, y a patadas que me acertaron en la espalda y en el trasero me
entregaron a un sargento de las SS que estaba a cargo de mi bloque.
Su recibimiento
consistió en propinarme dos bofetones que me lanzaron al suelo. Me incorporé a
duras penas y me quedé de pie ante él en posición de firme, momento en el que
el sargento me dio un furioso rodillazo en los testículos que hizo que
nuevamente me retorciera de dolor en el suelo. Unos prisioneros que servían de
ayudantes se apresuraron a gritarme:
-Ponte de pie, rápido,
o te reventará a patadas.
Con el rostro aún
desencajado de dolor volví a ponerme de pie delante de mi jefe de bloque, y
este sonrió burlonamente, diciendo:
-Esto ha sido tu
billete de entrada, cerdo vienés, mariconazo, para que te enteres de quién es
tu jefe de bloque.”
El protagonista hubo de pasar toda la guerra como
prisionero. La única manera de sobrevivir era buscar los favores de alguno de
los capos, que a cambio de relaciones íntimas, protegían a su amante y le
proporcionaban un trabajo cómodo dentro del campo y algo más de comida. Un
comercio carnal muy sórdido, pero que estaba a la orden del día en aquel orden
social penitenciario. Pero antes de eso fue testigo y sufrió en sus carnes
aberrantes episodios de muerte y tortura que pusieron su vida en peligro en más
de una ocasión. Muchos de los prisioneros homosexuales eran víctimas en los
experimentos médicos nazis. Otros morían por las palizas de sus guardianes o
sus compañeros. Quien no se las arreglaba para buscar algún privilegio, aun a
costa de su dignidad, tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir.
En los últimos meses del conflicto los guardianes de las SS
comenzaron a ofrecer nuevas oportunidades a sus prisioneros homosexuales.
Primero instalaron un burdel y los obligaron a acostarse con las prostitutas,
con el fin de curar su mal. Luego ofrecieron rehabilitar a estos presos,
ingresando como soldados en un batallón de castigo destinado al frente del este
para que pudieran morir con honor en defensa de la nación alemana. Claro que,
para conseguir dicho privilegio,
debían aceptar previamente ser sometidos a castración.
Cuando al fin llegó la liberación, el protagonista intentó
ingenuamente obtener alguna compensación del Estado austriaco. Le contestaron
negativamente: él había sido condenado legalmente por un delito tipificado en
el código penal. No cabía indemnización alguna. Hasta 1992 no consiguió que se
le computara en tiempo pasado en el campo de concentración para el pago de la
pensión, pero como murió en 1994, no llegó a ver como en 2002, sesenta años
después de la guerra, Alemania pedía disculpas a la comunidad gay por los
crímenes cometidos contra ellos y procedió a anular oficialmente las sentencias
condenatorias. Todavía en nuestros días, la triste historia de estos hombres es
poco conocida para la mayoría de la gente.
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