Un cadáver está expuesto encima de las pilas de la
lavandería de un convento en la localidad de Vallegrande, en Bolivia,
custodiado por soldados. Su rostro está demacrado y refleja el cansancio
infinito de meses deambulando por la selva sujeto a enfermedades, hambre y toda
clase de privaciones. Aún así, mantiene los ojos abiertos, como si quisiera
abarcar con una última mirada el mundo que lo rodea y que él intentó comprender
para después amoldarlo a sus propias ideas. Una fila de cientos de personas va desfilando
para contemplar el cuerpo. Sus reacciones oscilan entre el desprecio al
asombro. Pronto empieza a rumorearse entre las monjas el parecido entre el
cadáver y Jesucristo muerto en la cruz. Al improvisado velatorio acuden
lugareñas que, supersticiosas, cortan mechones de cabello de ese hombre de
intensa mirada cadavérica y los guardan como reliquias. Los soldados pronto se
desharán del cuerpo, enterrándolo en un lugar desconocido. No quieren que
exista una tumba señalada que se convierta en un lugar de peregrinación en
torno al culto al Che Guevara. A pesar de ello, el fallecido ha conseguido algo
más importante: pasar de ser un mero hombre a convertirse en un mito.
Hablar del Che Guevara en estos tiempos de triunfo casi
absoluto del capitalismo resulta muy complicado. Ernesto Guevara es hijo de
otra época, del tiempo en que se conformaron dos bloques irreconciliables en
torno a Estados Unidos y la Unión Soviética. Es el tiempo de la Guerra Fría, el
tiempo en el que el mundo era un inmenso tablero de ajedrez en el que los dos
rivales movían sus piezas procurando no llegar nunca a un jaque mate que
supondría seguramente la extinción de la vida humana sobre la Tierra. Una de
las piezas destacadas en este tablero era el propio Che, un hombre influyente y
rebelde con una visión del mundo muy particular, que a veces resultaba incómoda
incluso para sus propios aliados.
En su juventud, el Che era tan rebelde e independiente
respecto a su familia como disciplinado en lo personal y coherente con la
visión del mundo que había escogido desde muy temprano. Era una persona de una
inteligencia viva y absorbente. No le costó especial dificultad terminar la
carrera de Medicina y compatibilizarla con trabajos de investigación y lecturas
de formación política y filosófica. Pero su auténtica escuela de aprendizaje
fueron los viajes que emprendió por
Sudamérica, uno de ellos como paramédico en un buque petrolero, en los que pudo
empaparse de la realidad de unos pueblos sometidos a un desigualdad social
sangrante, que él atribuía casi en exclusiva al imperialismo del poderoso
vecino del Norte, personalizado en la omnipresente United Fruit Company.
Sus observaciones y sus lecturas durante estos viajes fueron
cercenando su mentalidad abierta, para dejar paso a un interés inusitado por el
marxismo. Aunque en principio no se comprometió con ningún partido político ni causa
alguna, la experiencia que vivió en Guatemala, con el triunfo del golpe
reaccionario (con apoyo de Estados Unidos) contra el izquierdista Jacobo
Arbenz, supuso un gran aprendizaje respecto a los errores que no debe cometer
un movimiento que se llame a sí mismo revolucionario. Pero el momento decisivo
de su existencia llegó cuando conoció al joven revolucionario cubano Fidel
Castro, que vivía junto a un grupo de seguidores en el exilio mexicano a la
espera de tener la oportunidad de infiltrarse en su país, formando un grupo
guerrillero. El Che Guevara pronto se entusiasmó con la idea y en noviembre de
1956 partió en el buque Granma para iniciar una sublevación en Sierra Maestra.
La operación se inició de manera desastrosa, con una
emboscada del ejército que liquidó a muchos de los componentes del grupo. Los
supervivientes – el Che fue herido superficialmente en el cuello – se
dispersaron y pudieron volver a reunirse tres semanas más tarde, comenzando la
organización de una guerra de guerrillas que duraría dos años. Durante ese
tiempo, a pesar del severo asma que padecía, Guevara se fue curtiendo como
guerrero y líder rebelde y fue cimentando su leyenda, hasta el punto de que
solo los más selectos, los que pudieran soportar mejor las privaciones, podían
unirse a su columna:
“¿En qué consistía el
magnetismo del Che? Era imposible concebir
una personalidad más distinta de la de casi todos ellos. Era un
extranjero, un intelectual, un profesional, leía libros que ellos no
comprendían. Era un comandante exigente, estricto, célebre por la severidad de
sus castigos, sobre todo con aquellos que había escogido para formar como
“verdaderos revolucionarios”.
(…) Era tan exigente
consigo mismo como con ellos. Cada sanción iba acompañada de una explicación,
un discurso sobre la importancia de la abnegación, el ejemplo personal y la
importancia social. Quería que supieran por qué los castigaba y qué podían
hacer para rehabilitarse. Naturalmente, no cualquiera podía militar en su
columna. Los que eran incapaces de soportar las penurias y sus rigurosas
exigencias quedaban atrás, pero para los que seguían adelante, el hecho de
estar “con el Che” era motivo especial de orgullo. Y por el hecho de vivir con
ellos, rechazar los lujos propios de su grado y correr los mismos riesgos en
combate, se ganó su respeto y devoción. Para esos jóvenes, muchos de ellos
negros y de familias campesinas pobres,
el Che era un guía y maestro, un modelo a emular, y acabaron por creer en todo
lo que él creía.”
Con la victoria de la revolución comenzó una nueva etapa en
la vida del Che. Ahora se trataba de llevar a la práctica sus teorías
económicas y sociales. Una de las primeras medidas del nuevo gobierno, el
juicio y fusilamiento de colaboradores de Batista, le valió reiteradas
protestas internacionales. Desde sus cargos de Director del Instituto de Reforma
Agraria, Ministro de Industria, Presidente del Banco Nacional y Comandante del
Ejército, Guevara desplegó una actividad frenética para hacer de Cuba un país
económicamente independiente desde el que se pudiera exportar las ideas
revolucionarias a toda Sudamérica. Para él, los cargos de gobierno eran como
una continuación de la lucha, por lo que se exigía a sí mismo jornadas
inhumanas de labores de oficina, visitas de inspección por la isla y formación,
rematadas los domingos por la mañana con trabajo voluntario en los muelles o en
obras de construcción. En estos años también tuvo tiempo de realizar labores de
embajador de buena voluntad de Cuba por diversos países del mundo. El punto
culminante de estas actividades fue su famoso discurso en Naciones Unidas que
remató con un desafiante: “¡Patria o muerte!”
El pensamiento de Guevara justificaba siempre los inmensos
sacrificios del presente con los réditos que aportarían en el futuro. “Las revoluciones son feas, pero necesarias
y parte de este proceso revolucionario es la injusticia al servicio de la
futura justicia”, llegó a decir en una ocasión. Una utopía siniestra en la
que todo estaba subordinado al paraíso comunista por venir. Su obsesión
permanente era la eliminación de la misma idea de individualismo, restringiendo
permanentemente las áreas de autonomía personal. El individuo no debía ser sino
una parte de la masa trabajadora dedicada en cuerpo y alma a la construcción
del socialismo. Pero, según decía él, esto no quería decir que se abusara de la
buena fe del obrero, sino que éste ponía sus mejores esfuerzos de manera
voluntaria al servicio de la revolución, sintiéndose parte integrante de la
misma, ya que, como la medicina, el socialismo era una doctrina de naturaleza
científica. En realidad, como la historia ha demostrado, esto no era más que
otra versión de la explotación del hombre por el hombre, aunque en esta ocasión
lo fuera al servicio del Estado, en vez de serlo por alguna inhumana
multinacional capitalista.
Porque no hay que olvidar el contexto en el que se movía la
política cubana en aquella época. No solo existía una evidente Guerra Fría
entre Estados Unidos y la Unión Soviética, sino que también era una época de
tensiones entre las concepciones del comunismo de la URSS y la China de Mao. Las
simpatías secretas del Che estaban con el maoísmo, pero el pragmatismo político
imponía que Cuba debía estar más cerca de los rusos, sobre todo porque los
norteamericanos habían intentado invadir el país mediante la desastrosa
operación de Bahía Cochinos y se necesitaba imperiosamente la ayuda militar
soviética, lo cual derivó en la crisis de los misiles, quizá el momento en el
que mundo estuvo más cerca a una confrontación nuclear. La retirada final de
este peligroso material bélico de isla por parte de la Unión Soviética,
enfureció al Che, hasta el punto de que, pocas semanas después de la crisis, no
tuvo problemas en declarar a un periodista que, de haber sido por él, hubiera
disparado los misiles. Lo decía en serio.
Porque detrás de la leyenda del Che como libertador de los
pueblos, hay grandes espacios de oscuridad. Como hombre de acción que era, no
podía aguantar mucho más en su posición como dirigente cubano. En la isla se
había labrado un prestigio que lindaba con la mitología, por su capacidad de trabajo,
por su ética personal y su austeridad, que le hacía rechazar todo lujo que
viniera implícito con sus cargos y cobrar un salario muy escueto. Hay anécdotas
muy divertidas, como la de aquel conductor con el que tuvo un pequeño accidente
cuando el coche del Che lo embistió por detrás. El conductor anónimo salió
hecho una furia, pero cuando vio quien era el otro, se disculpó enseguida y
prometió dejar la abolladura en la parte trasera del coche tal y como había
quedado, enseñando su vehículo con la “marca del Che” orgullosamente a sus
conocidos a partir de entonces. Pero entre toda esta leyenda, la realidad es
que la industrialización de Cuba no avanzaba como él había previsto. El
material y los técnicos que llegaban de la Unión Soviética, en sustitución de
los estadounidenses, dejaban bastante que desear y los problemas que se
acumulaban en su despacho eran inmensos. No era el marxismo lo que fallaba,
sino su aplicación deficiente. A partir de un determinado momento, el
pensamiento del Che sufrió una huida hacia delante y quiso volver a sus
orígenes guerrilleros. Su idea era crear focos de guerrilla en distintos países
(en Argentina lo intentó y fue un gran fracaso, en otros territorios prendieron
y se mantuvieron casi hasta nuestros días), para incorporarse personalmente a
liderar alguno de ellos cuando el momento fuera adecuado. El objetivo final era
comenzar una especie de nuevo conflicto mundial, esta vez entre capitalismo y
socialismo, ayudándose de los ya existentes en Vietnam y en África. No importaban
las vidas humanas que costase o las consecuencias materiales. Lo único
trascendental era la victoria final. Respecto a este punto, Anderson pone sobre
papel su pensamiento, que, salvando las inmensas distancias, tiene algunos
puntos en común con las justificaciones de Hitler cuando inició la Segunda
Guerra Mundial:
“La batalla global
contra el imperialismo era una lucha por el poder mundial entre dos fuerzas
históricas diametralmente opuestas, y no tenía sentido prolongar la agonía del
pueblo mediante intentos vanos de forjar alianzas tácticas a corto plazo con el
enemigo ni estrategias de apaciguamiento como la “coexistencia pacífica”. Las
raíces de los problemas persistirían y provocarían conflictos inevitables; con
la moderación se corría el riesgo de darle al enemigo la posibilidad de tomar
ventaja. La historia, la ciencia y la justicia estaban de parte del socialismo;
por consiguiente éste debía librar la guerra necesaria para triunfar,
cualesquiera que fuesen las consecuencias, incluso la guerra nuclear. El Che no
temía este desenlace y decía a los demás que tampoco debían temerlo. Muchos
morirían en el proceso revolucionario, pero los supervivientes se alzarían las
cenizas de la destrucción para crear un orden mundial nuevo, justo, basado en
los principios del socialismo científico.”
Así pues, si quería ser consecuente con su propio
pensamiento, el Che debía volver al campo de batalla, que era donde se sentía
realmente a gusto. La experiencia en el Congo fue frustrante. En los meses que
estuvo allí casi no llegó a entrar en acción, lastrado por la falta de decisión
y los conflictos internos de los jefes tribales rebeldes, lo cual al final
derivó en una desastrosa huida. La operación en Bolivia le suscitó mayores
esperanzas. Desde este país, situado en una zona central de Sudamérica,
esperaba iniciar la chispa de una revolución generalizada en todas las naciones
del área. Para ello, acudiría allí con un grupo de guerrilleros escogidos, que
representaban al hombre nuevo
socialista, que bajo su mando, y con unas buenas dosis de odio al enemigo, obtendrían una resonante victoria para la
revolución o morirían en el intento. Aunque la misión empezó con algún éxito,
pronto derivó en el peor de los infiernos. Divididos y acosados permanentemente
por el ejército, los guerrilleros hubieron de soportar toda clase de
penalidades. El Che se volvió un hombre apático y enfermo, al que mantenía en
pie solo una voluntad de victoria que fue transformándose en un deseo de
martirio. Si los revolucionarios debían acudir a la pelea como si ya estuvieran
muertos y el tiempo que les resta fuera de prestado, su muerte no sería una
muerte corriente, sino algo simbólico que inflamaría los ánimos de los
explotados y oprimidos.
Y es verdad que su figura se agigantó con su muerte, pero la
revolución masiva no llegó. Hubo movimientos que se inspiraron en su ejemplo,
algunos tan moderados respecto a la violencia como el del Subcomandante Marcos,
en Chiapas, México. La foto de Alberto Korda decoró muchos cuartos de
estudiantes, su nombre fue invocado por diversas causas, incluso con fines
publicitarios, pero al final su máxima pretensión, la de ser un motor de la
historia, no funcionó. La del Che fue una vida repleta de contradicciones,
propia de uno de los personajes más influyentes del siglo XX. En ella se
mezclan el mito y el hombre. Por un lado tenemos una existencia de sacrificios
personales, absolutamente consecuente con su visión del mundo. Era el señor de
la guerra que no dudaba en matar a sangre fría a un enemigo o a un aliado, si
este había traicionado su confianza, pero que a la vez dedicaba las horas
muertas a ejercer como médico en cualquier aldea perdida de la zona en la que
estuviera operando con la guerrilla o se esforzaba en educar a sus subordinados
dándoles clase. Era alguien que quería construir una sociedad utópica, pero a
la vez exigía toda clase de privaciones a quienes iban a ser sus principales
beneficiarios. Un hombre interesado en desarrollar una educación de calidad
para todos los ciudadanos y a la vez despertar en ellos su vena más combativa,
basada en el odio al enemigo. Un guerrero, un político, un pensador y un
humanista para el que el fin justificaba los medios, aunque estos medios
pasaran por una guerra mundial devastadora. Un hombre de pretensiones mesiánicas,
cuyo cadáver unas humildes monjas de un convento boliviano terminaron
comparando con el de Jesucristo. El apasionante libro de Jon Lee Anderson
refleja todas estas contradicciones de una manera magistral y realiza un
acercamiento desde todos los ángulos a una figura tan citada como manipulada y
defectuosamente conocida.
Pues según el artículo (que me parece especialmente cuidado, muy bueno) el Che recuerda mucho a Trotsky: hombre de acción, teórico, implacable... Muy peligroso. Los regímenes revolucionarios suelen desplazar a estos individuos, más bien autodestructivos, y los reemplazan por tipos más astutos y pragmáticos como Stalin o Castro. Así duran más tiempo.
ResponderEliminarGracias. Esta vez casi te gano en extensión. En el caso del Che si que existen teorías de la conspiración que vinculan a Castro con su muerte, pero yo creo que se la buscó él solito, siendo cada día más temerario.
ResponderEliminarMuy buen artículo Miguel, muy bueno. Enhorabuena.
ResponderEliminarGracias Mariola. No sé si es tan bueno, pero si de los más largos que he escrito.
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