Miguel Hernández uno nuestros mártires literarios en un siglo XX que por desgracia fue abundante en ellos. Este hijo de pastor de cabras, que tuvo que seguir el oficio familiar por imposición de su padre, que rechazó una beca para que siguiera estudiando con los jesuitas. De todas formas, la vocación poética de Hernández ya estaba asentada y dedicaba sus horas muertas en el campo a la escritura, convirtiéndose en una persona autodidacta gracias a sus amistades y a ese gran invento que nunca llegaremos a apreciar en su justa medida que son las bibliotecas públicas.
Sorprende que muchas de sus poesías sean auténticas odas a la religión, al orden tradicional y contra la subversión de los huelguistas en el campo. Cuando escribe El rayo que no cesa, Miguel Hernández está atravesando una honda crisis vital, ideológica y - sobre todo - amorosa, de ahí que parezca haber incoherencia temática entre unos poemas y otros. El amor no correspondido es para el poeta motivo de sufrimiento y a la vez le otorga energías para seguir evocando a la mujer amada:
Un carnívoro cuchillo
de ala dulce y homicida
sostiene un vuelo y un brillo
alrededor de mi vida.
La metáfora del cuchillo vuelve a repetirse más adelante, aceptando una agonía interminable como tributo de enamorado:
Lo que he sufrido y nada todo es nada
para lo que me queda todavía
que sufrir el rigor de esta agonía
de andar de este cuchillo a aquella espada.
En uno de sus más memorables fragmentos, el poeta evoca el regreso de los labradores después de un día de trabajo. Para él el regreso es triste, ya que nadie le espera para besarle:
Por una senda van los hortelanos
que es la sagrada hora del regreso
con la sangre injuriada por el peso
de inviernos, primaveras y veranos.
Vienen de los esfuerzos sobrehumanos
y van a la canción, y van al beso,
y van dejando por el aire impreso
un olor de herramientas y de manos.
Por otra senda yo, por otra senda
que no conduce al beso aunque es la hora,
sino que merodea sin destino.
Bajo su frente trágica y tremenda
un toro solo en la ribera llora
olvidando que es toro y masculino.
Mención aparte merece la Elegía a Ramón Sijé, la desesperación ante la muerte del amigo más querido:
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
El amor y la muerte unido en uno de los mejores libros de poesía que pueden leerse en lengua castellana. La vida le fue arrebatada demasiado pronto a este pastor poeta. Los mismos que le mataron, de enfermedad, de pena, intentaron silenciar su voz, destruyendo sus libros. No lograron sino el efecto contrario, que el testimonio de Miguel Hernández se alzara contra ellos a través de la denuncia más contundente: su propia vida y su propia muerte. Su palabra.
No fue hijo de un pastor de cabras si la idea pastor se asocia a pobreza, su padre poseía un gran rebaño repartido por varias zonas y eso de la beca no cuela, estuvo en un colegio al que acudía la burguesís (los colegios de jesuitas siempre fueron el ideal de la burguesía española) y Miguel dejó los estudios por necesidad del negocio paterno. Cuando Sijé dice que lo enseñó a leer se estaba refiriendo a leer poesía.
ResponderEliminarPepe Jiménez
En ningún momento digo que la familia de Miguel Hernández fuera pobre. El negocio familiar era el pastoreo y la venta de cabras y no debían ser muy ricos por dos motivos: porque si no no hubiera necesitado que su hijo trabajara y tampoco le hubieran concedido una beca. Lo cierto es que fue un hombre ante todo autodidacta. Tuvo buenos maestros, como Ramón Sijé, pero lo que él escribió lo llevaba dentro desde pequeño.
ResponderEliminarUn abrazo, Pepe.