No conocía de nada a Ian Buruma, pero el otro día, cuando encontré por casualidad su libro, fue un amor a primera vista. El tema me pareció muy interesante, sobre todo después de haber leído las reflexiones de Karl Jaspers sobre la culpa alemana. Buruma se ocupa también del Japón y su estudio no se queda en las consecuencias inmediatas de la derrota, sino que llega a nuestros días. Él ha realizado un trabajo de campo impresionante, visitando los escenarios del horror, los monumentos que los conmemoran o los museos que los recuerdan. También ha entrevistado a representantes de varias generaciones de estos dos pueblos. En general los alemanes están mucho más arrepentidos y se horrorizan más de los crímenes de sus antepasados que los japoneses. Aquí el artículo:
Hay un momento en Rumores de guerra,
ese excelente documental en el que se deja explayarse a Robert McNamara
acerca del terrible siglo XX que tan bien conoció, en el que el anciano
confiesa que, de haber perdido la guerra, él hubiera sido juzgado por
crímenes de guerra, ya que se ocupaba de maximizar los daños a las
ciudades alemanas y japonesas y minimizar las pérdidas de aviones
estadounidenses en los ataques aéreos en los que murieron miles y miles
de civiles inocentes.
Una vez acabada la contienda, los vencedores determinaron que los crímenes de alemanes y japoneses eran demasiado graves para dejarlos impunes. Esta guerra no se parecía a ninguna otra que se hubiera desarrollado hasta ese momento. Muchas de las acciones de soldados y cuerpos especiales fueron encaminadas al exterminio de civiles inocentes: grupos enteros de seres humanos a los que se tildaba de inferiores bajo el auspicio de delirantes teorías de superioridad racial. En este sentido, aunque los japoneses cometieron crímenes y crueldades en su avance por el Pacífico, jamás llegaron al grado de planificación e industrialización del exterminio que alcanzaron sus aliados alemanes.
Pero el libro de Buruma no se ocupa tanto del desarrollo de la guerra de exterminio (otros magníficos estudios la han descrito antes), como de el impacto que ha tenido en las poblaciones de los países perdedores, que de pronto se encontraron con sus ciudades e infraestructuras destruidas y siendo acusados de cómplices de crímenes jamás vistos. Japón y Alemania se han enfrentado de forma muy distinta a su pasado en las décadas que siguieron a la guerra.
La Alemania de la postguerra era un país arrasado y humillado, que había perdido dos guerras mundiales en menos de medio siglo. Los dirigentes, como Goering o Hess, que no se suicidaron, fueron juzgados en Nuremberg por crímenes contra la humanidad. Como muchos de los delitos de los que se les acusaba no se encontraban tipificados, el tribunal internacional (formado por los países vencedores, que a la vez eran acusadores y jueces), tuvo que apelar al derecho natural, al ideal de justicia, como justificación del proceso.
En este ambiente, en el que la población alemana intentaba sobrevivir entre las ruinas, surgió Karl Jaspers, como voz de la conciencia de todo un país. En El problema de la culpa, que recoge las conferencias de un curso dictado en el invierno de 1945-46, insta a sus conciudadanos a hacer un examen de las propias culpas: por haber ayudado a provocar un conflicto y ser cómplices, por activa y por pasiva, de crímenes aberrantes. Desde entonces, la nación alemana (aunque durante cincuenta años, sólo la República Federal Alemana) se ha enfrentado a su propia historia de una manera que puede calificarse de ejemplar. La imagen de Willy Brandt de rodillas en su visita al guetto de Varsovia es el símbolo de este sincero deseo de perdón. Alemania enseña sus campos de concentración y exterminio como advertencia a las nuevas generaciones acerca de lo que no debe volver a suceder.
Las cosas fueron muy distintas en la República Democrática Alemana. En las escuelas se enseñaba que no todos los alemanes fueron culpables, sino que existió una resistencia interna alentada por el partido comunista: una buena Alemania había seguido existiendo en la clandestinidad, con sus héroes y sus mártires. Esto era sólo una verdad a medias. Si bien es cierto que hubo muchos alemanes en los campos de concentración desde primera hora, también hay que decir que se trataba de un porcentaje insignificante de la población. La mayoría se limitó a adaptarse al nuevo status quo impuesto por Hitler, colaborando con mayor o menor entusiasmo con el régimen nazi.
Al contrario que en Alemania, para muchos nipones la guerra librada por Japón en el Pacífico no fue criminal, sino un conflicto como cualquier otro. Todavía quedan muchos nostálgicos en aquel país que sostienen que las ofensivas del ejército japonés tenían como principal objetivo liberar Asia del imperialismo occidental. Este argumento no se sostiene si examinamos la actuación de Japón y sus constantes violaciones de los más elementales derechos humanos. Un ejemplo patente de ello son las atrocidades cometidas por los militares nipones en la toma de la ciudad china de Nankín en 1937, en la que se cebaron con civiles indefensos y a la que el ensayo de Buruma dedica un capítulo.
Resulta sorprendente que después del conflicto, uno de los principales instigadores del mismo, el emperador Hiro-Hito, siguiera en su puesto como si nada hubiese sucedido, mientras los jefes militares que no se suicidaban eran juzgados. A McArthur le vino bien que el símbolo de la nación quedara incólume y exento de responsabilidad. Para el pueblo japonés, la inocencia del emperador era un reflejo de su propia inocencia: todos habían sido engañados y seducidos por una camarilla de militares que llevó el desastre a su país.
Pero esta proclamación de inocencia no quiere decir que todos los nipones se sintieran avergonzados por la reciente aventura militar. Muchos de ellos, de ideología derechista, siguieron sosteniendo (hasta el día de hoy) que la guerra de Japón fue lícita y que ellos fueron las verdaderas víctimas, pues dos de sus ciudades fueron fulminadas con el arma más mortífera utilizada hasta el momento: la bomba atómica. Desde entonces Hiroshima se ha proclamado a sí misma como capital de la paz. El victimismo japonés, a decir de Buruma, es absurdo, pues ellos fueron claramente los agresores:
"En las evasivas japonesas había algo del niño petulante que da una patada en el suelo y grita que no ha hecho nada malo porque todos los demás lo han hecho también. Esa pretensión de ser iguales a los demás resulta particularmente extraña, porque lo habitual en los japoneses es que afirmen su singularidad en todos los aspectos: cultural, étnico, político e histórico.
El ensayo de Buruma hace patente las diferentes fórmulas de afrontar el pasado de alemanes y japoneses: los primeros acentúan su sentimiento de culpa y responsabilidad por las atrocidades que llevaron a cabo antes y durante el conflicto. El sentimiento de los japoneses es más complicado: a algunos el pasado les causa vergüenza: la agresión, la derrota, la humillación... Pero para otros el pasado fue glorioso: el ejército japonés emprendió una guerra de liberación asiática y, si se cometieron algunos excesos, fueron los que se cometen en todos los conflictos armados. Buruma posa su mirada escrutadora en estos dos países y viaja, observa, pregunta y saca sus conclusiones, relatando al lector sus propias experiencias, consiguiendo que el ensayo, resultado de estas investigaciones, sea muy convincente.
Una vez acabada la contienda, los vencedores determinaron que los crímenes de alemanes y japoneses eran demasiado graves para dejarlos impunes. Esta guerra no se parecía a ninguna otra que se hubiera desarrollado hasta ese momento. Muchas de las acciones de soldados y cuerpos especiales fueron encaminadas al exterminio de civiles inocentes: grupos enteros de seres humanos a los que se tildaba de inferiores bajo el auspicio de delirantes teorías de superioridad racial. En este sentido, aunque los japoneses cometieron crímenes y crueldades en su avance por el Pacífico, jamás llegaron al grado de planificación e industrialización del exterminio que alcanzaron sus aliados alemanes.
Pero el libro de Buruma no se ocupa tanto del desarrollo de la guerra de exterminio (otros magníficos estudios la han descrito antes), como de el impacto que ha tenido en las poblaciones de los países perdedores, que de pronto se encontraron con sus ciudades e infraestructuras destruidas y siendo acusados de cómplices de crímenes jamás vistos. Japón y Alemania se han enfrentado de forma muy distinta a su pasado en las décadas que siguieron a la guerra.
La Alemania de la postguerra era un país arrasado y humillado, que había perdido dos guerras mundiales en menos de medio siglo. Los dirigentes, como Goering o Hess, que no se suicidaron, fueron juzgados en Nuremberg por crímenes contra la humanidad. Como muchos de los delitos de los que se les acusaba no se encontraban tipificados, el tribunal internacional (formado por los países vencedores, que a la vez eran acusadores y jueces), tuvo que apelar al derecho natural, al ideal de justicia, como justificación del proceso.
En este ambiente, en el que la población alemana intentaba sobrevivir entre las ruinas, surgió Karl Jaspers, como voz de la conciencia de todo un país. En El problema de la culpa, que recoge las conferencias de un curso dictado en el invierno de 1945-46, insta a sus conciudadanos a hacer un examen de las propias culpas: por haber ayudado a provocar un conflicto y ser cómplices, por activa y por pasiva, de crímenes aberrantes. Desde entonces, la nación alemana (aunque durante cincuenta años, sólo la República Federal Alemana) se ha enfrentado a su propia historia de una manera que puede calificarse de ejemplar. La imagen de Willy Brandt de rodillas en su visita al guetto de Varsovia es el símbolo de este sincero deseo de perdón. Alemania enseña sus campos de concentración y exterminio como advertencia a las nuevas generaciones acerca de lo que no debe volver a suceder.
Las cosas fueron muy distintas en la República Democrática Alemana. En las escuelas se enseñaba que no todos los alemanes fueron culpables, sino que existió una resistencia interna alentada por el partido comunista: una buena Alemania había seguido existiendo en la clandestinidad, con sus héroes y sus mártires. Esto era sólo una verdad a medias. Si bien es cierto que hubo muchos alemanes en los campos de concentración desde primera hora, también hay que decir que se trataba de un porcentaje insignificante de la población. La mayoría se limitó a adaptarse al nuevo status quo impuesto por Hitler, colaborando con mayor o menor entusiasmo con el régimen nazi.
Al contrario que en Alemania, para muchos nipones la guerra librada por Japón en el Pacífico no fue criminal, sino un conflicto como cualquier otro. Todavía quedan muchos nostálgicos en aquel país que sostienen que las ofensivas del ejército japonés tenían como principal objetivo liberar Asia del imperialismo occidental. Este argumento no se sostiene si examinamos la actuación de Japón y sus constantes violaciones de los más elementales derechos humanos. Un ejemplo patente de ello son las atrocidades cometidas por los militares nipones en la toma de la ciudad china de Nankín en 1937, en la que se cebaron con civiles indefensos y a la que el ensayo de Buruma dedica un capítulo.
Resulta sorprendente que después del conflicto, uno de los principales instigadores del mismo, el emperador Hiro-Hito, siguiera en su puesto como si nada hubiese sucedido, mientras los jefes militares que no se suicidaban eran juzgados. A McArthur le vino bien que el símbolo de la nación quedara incólume y exento de responsabilidad. Para el pueblo japonés, la inocencia del emperador era un reflejo de su propia inocencia: todos habían sido engañados y seducidos por una camarilla de militares que llevó el desastre a su país.
Pero esta proclamación de inocencia no quiere decir que todos los nipones se sintieran avergonzados por la reciente aventura militar. Muchos de ellos, de ideología derechista, siguieron sosteniendo (hasta el día de hoy) que la guerra de Japón fue lícita y que ellos fueron las verdaderas víctimas, pues dos de sus ciudades fueron fulminadas con el arma más mortífera utilizada hasta el momento: la bomba atómica. Desde entonces Hiroshima se ha proclamado a sí misma como capital de la paz. El victimismo japonés, a decir de Buruma, es absurdo, pues ellos fueron claramente los agresores:
"En las evasivas japonesas había algo del niño petulante que da una patada en el suelo y grita que no ha hecho nada malo porque todos los demás lo han hecho también. Esa pretensión de ser iguales a los demás resulta particularmente extraña, porque lo habitual en los japoneses es que afirmen su singularidad en todos los aspectos: cultural, étnico, político e histórico.
El ensayo de Buruma hace patente las diferentes fórmulas de afrontar el pasado de alemanes y japoneses: los primeros acentúan su sentimiento de culpa y responsabilidad por las atrocidades que llevaron a cabo antes y durante el conflicto. El sentimiento de los japoneses es más complicado: a algunos el pasado les causa vergüenza: la agresión, la derrota, la humillación... Pero para otros el pasado fue glorioso: el ejército japonés emprendió una guerra de liberación asiática y, si se cometieron algunos excesos, fueron los que se cometen en todos los conflictos armados. Buruma posa su mirada escrutadora en estos dos países y viaja, observa, pregunta y saca sus conclusiones, relatando al lector sus propias experiencias, consiguiendo que el ensayo, resultado de estas investigaciones, sea muy convincente.
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