En primer lugar hay que decir que la tarea del historiador se hace más oscura cuanto más remoto es el tiempo en el que indaga. Si bien los últimos años de la República se encuentran bastante documentados, también es cierto que las zonas de oscuridad son igualmente amplias:

"Quizás un día, cuando los registros del siglo XX se hayan vuelto tan fragmentarios como los que nosotros tenemos de la Antigua Roma, se escribirá una historia de la Segunda Guerra Mundial que se basará exclusivamente en las alocuciones de radio de Hitler y en las memorias de Churchill. Sería una historia a la que se han amputado dimensiones enteras de la experiencia humana: no habría cartas desde el frente ni diarios de los combatientes. Se haría ese silencio que el especialista en historia antigua conoce tan bien."

Cuando se habla de democracia en la antigua Roma hay que tener la prevención de saber que el concepto no es el mismo que el que se maneja en la actualidad. Desde que la ciudad se libró de los reyes que la habían sojuzgado siglos atrás, la libertad era un valor indiscutible para el ciudadano romano. El secreto del buen gobierno republicano era la división del poder entre las codiciadas magistraturas (cónsules, cuestores, pretores...) y el Senado, alma del cual fue durante muchos años Cicerón. Conseguir hacerse con una de ellas era un prestigio inmenso para el ciudadano, lo cual fomentaba la competitividad, donde se creía que acabarían ganando los mejores. En muchas ocasiones, el mejor modo de hacerse notar ante el resto de ciudadanos era destacar en la carrera militar. Cuantas más conquistas y riquezas acumulara un general, más posibilidades tendría de ser amado por el pueblo.

Bien es cierto que para un romano no era lo mismo nacer en el Palatino, donde vivían las mejores familias, que en el Aventino. Aún así, lo que eran ciudadanos romanos siempre contaban con la posibilidad de subir en la escala social. Los más desgraciados de todos eran los esclavos, seres sin derechos en cuyo trabajo se basaba gran parte de la economía. La libertad del ciudadano era más apreciada cuando se contrastaba con la vida del esclavo:

"No se puede ganar sin que otro pierda", creía todo romano. Todo estatus era relativo. ¿Qué valdría la libertad en un mundo en el que todos fueran libres? Hasta el ciudadano más pobre se sabía inmensamente superior incluso al esclavo mejor tratado. Se prefería la muerte a una vida sin libertad, y de ello era ejemplo toda la gloriosa historia de la República. Si un hombre permitía que lo esclavizaran, entonces es que se merecía su suerte. Esta era la brutal lógica que impedía que nadie cuestionase la crueldad con la que se trataba a los esclavos, y mucho menos la legitimidad de la propia institución de la esclavitud."

Precisamente, una de las grandes pruebas a las que se tuvieron que enfrentar los romanos en el siglo I antes de Cristo fue a la rebelión de esclavos gladiadores liderados por Espartaco, en el año 73, que puso en jaque a la República como nadie antes lo había hecho desde Aníbal. Fue el pretor Marco Licinio Craso, que a la sazón acabaría convirtiéndose en uno de los hombres más ricos de Roma, el que acabó con Espartaco. Años después formaría parte de un triunvirato que se repartió el poder junto a Pompeyo y César.

En esta época, gracias a las riquezas que llegaban de las conquistas de oriente de Pompeyo, el lujo y la obstentación se hicieron populares. Las clases más altas se construían enormes villas en la zona de Nápoles, con fondeaderos para sus yates y las costumbres gastronómicas y de vestimenta se refinaban. En este ambiente la vieja Roma se iba transformando poco a poco en una ciudad imperial y, en el foro, la madera iba cediendo paso al mármol. Sin embargo, la paz era sacudida continuamente por conflictos civiles, como el que enfrentó a Mario y Sila, o como el que posteriormente enfrentaría a César y Pompeyo.

Julio César fue un hombre que ante todo se dejó llevar por una ambición indomable, que ejercía con una mezcla de inteligencia y brutalidad. Un buen romano tenía que ser un hombre hecho a sí mismo, alguien que sacrificara parte de su existencia en servicio y engrandecimiento de la República. Cuando fue designado procónsul de la Galia, vio en ese destino la oportunidad de engrandecer su currículum y se dedicó a provocar las tribus galas para luego someterlas. La campaña de las Galias costó más de un millón de muertos y sometió a otro millón de personas a la esclavitud. Unas cifras que, según Holland, rozan el genocidio. Una visión de César muy diferente a la edulcorada que se tiene hoy día, pero que provocaba la fascinación en sus conciudadanos: el general que vence y que conquista nuevas tierras, siempre tiene razón, aunque lo haga con la oposición del Senado.

Precisamente, esta oposición del Senado, que quería que dejara el mando de sus legiones y se sometiera a juicio, provocó el paso del Rubicón y el inicio de una nueva Guerra Civil contra Pompeyo. Craso, el tercero en discordia, había muerto en oriente de una manera absurda. Vencer sólo trajo a César una paz ilusoria, pues contaba con demasiados enemigos que temían que restaurase la monarquía. Su muerte significó el inicio de nuevos conflictos en los que se vieron involucrados personajes como Cleopatra, Bruto, Marco Antonio o Octavio Augusto, que finalmente terminaría como gran vencedor de esta lucha que se prolongó más de un siglo, instaurando el Imperio Romano y liquidando la República.

Tom Holland ha escrito un ensayo de lectura muy amena, en el que guía al lector con mano maestra entre la maraña de nombres y hechos que acontecieron en pocas décadas. El lector comprobrá asombrado (y un buen complemento a esta lectura es el visionado de la serie Roma, de la HBO), como la forma de vida de los romanos tenía muchos puntos en común con la nuestra. Y es que la mejor manera de saber quienes somos es indagar de donde venimos.