Mientras los edificios ardían a muchos les parecía estar contemplando una película. Pero cuando la cámara se acercaba a las ventanas de la torre norte, se podía ver a una multitud de seres humanos agitando toallas y pidiendo auxilio. Pronto comprenderían que toda ayuda era imposible ante el infierno en que se habían convertido los edificios, inundados del queroseno de los aviones. Muchos de ellos optaron por arrojarse de las ventanas y acabar lo más rápidamente posible con su agonía. Fue una de las imágenes más terribles del 11 de septiembre, la de seres humanos, que minutos antes cumplían con su jornada rutinaria de trabajo, lanzándose al vacío a la vista del mundo entero desde dos edificios que pronto iban a ser un gigantesco amasijo de escombros en pleno Manhattan.

Pronto llegarían informaciones de que otro avión se había estrellado contra el Pentágono, en Washington y las noticias parecían entrar en el terreno de la ciencia ficción. El autor de este artículo, que asistía en directo a todos estos acontecimientos a través de la televisión, pensó en aquel instante que lo malo no era solo lo que estaba sucediendo, las miles de muertes provocadas por la cadena de atentados, sino que después llegarían las represalias, como así efectivamente sucedió. El gigante herido se embarcó sucesivamente en dos guerras, la de Afganistán y la de Irak, que aún a día de hoy no se han resuelto.

Tras un pequeño periodo de estupor, la literatura y el cine se hicieron eco de los atentados. Escritores prestigiosos comenzaron a ofrecer su visión de la nueva era inaugurada el 11 de septiembre, la de la guerra contra el terrorismo y la seguridad a cualquier precio, a pesar de las advertencias del patriarca de las letras estadounidenses, Norman Mailer, de que debían dejarse pasar diez años antes de escribir acerca de un hecho histórico tan relevante. Así, novelas como Terrorista, de John Updike, Sábado de Ian McEwan o la reciente Libertad de Jonathan Franzen, escarban en la herida que la nueva e insegura realidad ha dejado en la sociedad occidental. En este contexto se inscribe El hombre del salto, la aportación de Don DeLillo a esta tendencia literaria.

Respecto a las motivaciones para escribir El hombre del salto, son fáciles de deducir respecto a un escritor que ha nacido en Nueva York. DeLillo quería escarbar un poco en la herida y discernir, a través de sus personajes, como habían afectado los hechos a la vida cotidiana de sus conciudadanos, tal y como declaraba en una entrevista publicada en El Cultural el 6 de septiembre de 2007:

"Es extremadamente desalentador. Y el hecho de que decidiera abordarlo situándome en medio no lo hizo mucho más fácil. No quería escribir una novela en la que los ataques afectaran a unas pocas vidas de una forma distante. Quería estar en las Torres y en los aviones. Nunca pensé en los ataques en términos de ficción, durante al menos tres años. (...) Lo que hizo que finalmente la escribiera fue una imagen: un hombre, con traje y corbata, que arrastra un maletín a través de una tormenta de humo y ceniza. No tenía nada más. Y entonces, unos días después se me ocurrió que el maletín no era suyo. Esa fue la chispa."

La novela de DeLillo comienza en el puro caos. Los oficinistas que han logrado salir de las torres se enfrentan en la calle a un peligro inimaginable: el derrumbe de dos de los edificios más altos del mundo:

"El estrépito permanecía en el aire, el fragor del derrumbe. Esto era el mundo ahora. El humo y la ceniza venían rodando por las calles, doblando las esquinas, arremolinándose en las esquinas, sísmicas oleadas de humo, con destellos de papel de oficina, folios normales con el borde cortante, pasando en vuelo rasante, revoloteando, cosas no de este mundo en el fúnebre cobertor de la mañana."

El protagonista, Keith Neudecker avanza por las calles de Manhattan cubierto de sangre y cenizas y llega a casa de su mujer, de la que se ha separado recientemente. Sigue siendo el mismo, pero algo ha cambiado dentro de él. No puede hablar de lo sucedido hasta que va a devolver el maletín que llevaba en la mano a su dueña, que resulta ser una superviviente como él, alguien que puede entenderle. El relato de los hechos, los recuerdos reprimidos, fluyen entonces en una conversación entre iguales, como si se tratara de dos veteranos de guerra. Keith a partir de entonces intentará vivir fuera de un mundo que para él ha dejado de tener sentido. Dedicarse a viajar en busca de partidas de póker es un buen modo de hacerlo.

Mientras tanto, su mujer Lianne se siente totalmente perdida ante los hechos acaecidos. Lianne representa la mezcla de miedo y deseos de venganza que embargaba aquellos días a muchos neoyorkinos. Hay que tener en cuenta que en aquellos días un nuevo atentado se daba por seguro y mucha gente se sentía derrotada, como si con la caída de las torres les hubieran amputado un miembro. La agresión a su vecina, que escucha música oriental, era algo inimaginable para esta mujer antes del 11 de septiembre.

Otro motivo de desconcierto para el pueblo americano es que les hayan atacado en nombre de un Dios que siempre pensaron que estaba de su parte. Algunos investigan la doctrina islámica en un intento de comprender lo que ha sucedido, de meterse en la piel de los suicidas:

"Pero no podemos olvidarnos de Dios. Ellos están invocándolo todo el tiempo. Es su fuente más antigua, su palabra más antigua. Sí, hay algo más, pero no es historia ni economía. Es lo que los hombres sienten. Es la cosa que ocurre entre los hombres, la sangre que ocurre cuando una idea empieza a viajar, lo que sea que esté detrás, una fuerza ciega o contundente o violenta. Qué cómodo resulta descubrir un sistema de creencias que justifique todas esas sensaciones y todas esas matanzas."

Con el personaje de Hammad, uno de los jóvenes terroristas, DeLillo trata de desentrañar el misterio de los pilotos suicidas, de como un hombre es capaz de arraigar una idea en su cerebro hasta el punto de inmolarse por ella. Uno de los defectos de la novela es el poco desarrollo que se le da a este personaje, que hubiera necesitado muchas más páginas para ser comprendido, aunque se nos deja una interesante reflexión, cuando los suicidas se presentan como instrumentos de la voluntad de Dios:

"El fin de nuestra vida está predeterminado. Se nos lleva hacia ese día desde el momento mismo en que nacemos. No hay ninguna ley santa contra lo que vamos a hacer. No es suicidio en ninguna de las acepciones de la palabra. Es sólo algo que lleva mucho tiempo escrito. Nosotros sólo estamos descubriendo el camino que nos eligieron."

La novela se erige así como un puzzle de sentimientos encontrados: los que anteceden y los que suscita la catástrofe. En medio de todo ello, el misterioso personaje que da nombre a la novela, un artista callejero que se cuelga de los edificios boca abajo imitando a los que se tiraron desesperadamente de las torres gemelas. Un recordatorio inesperado de una tragedia inimaginable que ha instalado desde el 11 de septiembre en las vidas de los ciudadanos de las democracias occidentales a un desagradable compañero: el miedo.