El tema de la corrupción urbanística me interesa mucho, porque he vivido muy de cerca durante unos años muy de cerca el sector de la construcción. No todo era corrupto, pero sí que existía una sed contagiosa de dinero fácil que derivó en la situación que todos conocemos. La novela de Chirbes, aunque intachable desde el punto de vista literario, me ha decepcionado un poco en el sentido de que esperaba encontrar en la trama más información sobre estos asuntos, pero la novela se centra más bien en las reflexiones personales del protagonista y los seres que le rodean, aunque sin profundizar en el proceso que ha derivado en la crisis actual, que no solo es económica, sino también de valores (pero no en el sentido en el que lo dice el papa) Aquí el artículo:
Durante más de una década, el constante crecimiento
de la economía española se ha sostenido en la especulación inmobiliaria,
en una fiebre constructora
que aumentaba año tras año, alimentada por la constante subida del
precio de la vivienda y la facilidad de acceso al crédito. Estas
circunstancias fueron especialmente sangrantes en los pueblos y ciudades
del litoral mediterráneo, ya que el turismo de Sol y playa hace
especialmente atractivas estas zonas para el comprador.
Si alguien que llevara un par de décadas ausente visitase hoy cualquier pueblo costero, quizá no sería capaz de reconocerlo. El urbanismo salvaje y la sed de ganancias rápidas han hecho que queden ya muy pocos kilómetros de costa virgen. Lugares que se caracterizaban por ser un remanso de paz se vieron invadidos de la noche a la mañana por numerosas grúas que en pocos años transformaron por completo el paisaje urbano. En demasiados lugares la corrupción campó a sus anchas estimulada por el tráfico de influencias entre representantes del ayuntamiento, promotoras y constructoras mientras las Comunidades Autónomas y el Estado hacían la vista gorda. Mientras hubiera trabajo, aunque fuese de poca calidad y cualificación, pocas voces disentian y las que lo hacían clamaban en el desierto.
La crisis actual, que ataca con especial virulencia a nuestro país, se deriva en gran parte de todo ello. Rafael Chirbes, en una entrevista concedida al periódico Frankfurter Allgemeine Zeitung, cuenta las motivaciones que le llevaron a escribir esta novela, Premio Nacional de la Crítica en 2007:
"Hasta el año 2000 viví en un pequeño pueblo en Extremadura. Por las noches, desde el balcón, no veía ninguna luz en unos veinte kilómetros. Entonces me vine a Beniarbeig, donde, desde mi casa, puedo ver el mar. Pero la vida alrededor mío se convirtió en algo así como el sueño de un drogadicto. La región cambiaba constantemente. Donde antes no había más que naranjos, al día siguiente había una grúa. El paisaje se llenó de apartamentos, un centro comercial, escombreras. Se incrementó el tráfico tanto que hubieron de construirse calles más anchas. A mi alrededor dominaba una actividad frenética, una inquietud que me atrapaba. Y mi sentimiento era: nada queda.”
La muerte de Matías Bertomeu, hermano del protagonista, es el detonante de la novela. Cada capítulo es un viaje al interior de los pensamientos de los seres cercanos a Rubén Bertomeu, un arquitecto, que dejó aparcados sus sueños de juventud a favor de enriquecerse especulando y urbanizando los terrenos de su pueblo, Misent. Para ello no ha dudado en corromper a politicos y asociarse con criminales. Es el precio del progreso, piensa él, mientras contempla su obra, hileras de adosados, de chalets clónicos que ocupan hasta el último rincón de los montes cercanos a la playa de Misent, un pueblo que podría ser cualquiera de los que jalonan el litoral mediterráneo.
Porque si bien este proceso de urbanización rápido y desordenado puede tener algunos beneficios inmediatos (trabajo, llegada de turistas), también produce unos efectos negativos palpables por los habitantes del pueblo: sobrepoblación, colapso de servicios básicos al dispersarse la población, destrucción del paisaje, atascos permanentes en las carreteras en los meses de verano. Misent se convierte en un pequeño infierno del que los protagonistas no pueden ni quieren salir, al igual que estos turistas que emprenden cada año su viaje a la costa sabiendo la masificación y las incomodidades a las que van a hacer frente: el Sol y la playa, aunque la arena no pueda ni atisbarse bajo las infinitas sombrillas, son un reclamo suficiente:
"(...) este paisaje enfermo, todas las edificaciones apelotonándose unas sobre otras, los solares, las grúas y el mar quieto como una mortaja bajo la luz dolorosa del mediodía, una luz blanca, lívida, luz también de cadáver, de morgue, filtrándose a través del polvo en suspensión que envía el desierto; del que levantan las retroexcavadoras al hurgar bajo la piel del terreno, los camiones bañeras al volcar los escombros en alguno de los vertederos, luz como de pesadilla, polvo de maquillaje que envuelve los matorrales, los árboles resecos..."
Junto a Rubén se mueven otros personajes que, mostrando sus pensamientos al lector, ajustan cuentas con su presente y su pasado: Silvia, su hija, muy crítica con las actividades de su padre, con sus métodos, pero que no es consecuente con su discurso cuando acepta su dinero y gracias a él puede permitirse lujos, a pesar de sus continuas protestas ("Non olet", le dijo el emperador Vespasiano acercándole unas monedas a su hijo cuando éste le reprochó que cobrara un impuesto sobre las letrinas), Collado que fue socio de Rubén y una especie de hijo para él, representante de una juventud que quema el dinero fácil de la construcción en una orgía de alcohol, drogas, prostitutas y coches caros o Federico, escritor retirado con una enfermedad terminal, absolutamente amargado con su pasado, en el que los hermanos Bertomeu tienen gran protagonismo.
El lector que busque en "Crematorio" una exégesis de lo que ha sucedido con el sector de la construcción en nuestro país quizá se lleve una decepción, pues la novela funciona más como relato generacional que como crónica de la corrupción urbanística, de la que solo se dan unos apuntes. Además, en este caso no se retrata al estereotipo de constructor sin estudios que se mueve en ese mundo gracias a su experiencia y sus contactos. Rubén Bertomeu es un hombre refinado, arquitecto de gran cultura que ha recorrido medio mundo visitando las obras maestras de la edificación y comiendo en los templos gastronómicos más afamados.
Es decir, Rubén es un ser plenamente consciente de lo que está haciendo y de sus consecuencias. Es su idea de progreso, aunque él a veces se presente como una víctima de un capitalismo que devoró su alma y solo le dejó la posibilidad de enriquecerse. Al fín y al cabo el progreso solo es posible con cierta destrucción del pasado, por dolorosa que esta sea, como ha sucedido siempre. Esta es la historia reciente de nuestro país, la historia de una locura colectiva que nos ha dejado en herencia paisajes y vidas devastadas.
Si alguien que llevara un par de décadas ausente visitase hoy cualquier pueblo costero, quizá no sería capaz de reconocerlo. El urbanismo salvaje y la sed de ganancias rápidas han hecho que queden ya muy pocos kilómetros de costa virgen. Lugares que se caracterizaban por ser un remanso de paz se vieron invadidos de la noche a la mañana por numerosas grúas que en pocos años transformaron por completo el paisaje urbano. En demasiados lugares la corrupción campó a sus anchas estimulada por el tráfico de influencias entre representantes del ayuntamiento, promotoras y constructoras mientras las Comunidades Autónomas y el Estado hacían la vista gorda. Mientras hubiera trabajo, aunque fuese de poca calidad y cualificación, pocas voces disentian y las que lo hacían clamaban en el desierto.
La crisis actual, que ataca con especial virulencia a nuestro país, se deriva en gran parte de todo ello. Rafael Chirbes, en una entrevista concedida al periódico Frankfurter Allgemeine Zeitung, cuenta las motivaciones que le llevaron a escribir esta novela, Premio Nacional de la Crítica en 2007:
"Hasta el año 2000 viví en un pequeño pueblo en Extremadura. Por las noches, desde el balcón, no veía ninguna luz en unos veinte kilómetros. Entonces me vine a Beniarbeig, donde, desde mi casa, puedo ver el mar. Pero la vida alrededor mío se convirtió en algo así como el sueño de un drogadicto. La región cambiaba constantemente. Donde antes no había más que naranjos, al día siguiente había una grúa. El paisaje se llenó de apartamentos, un centro comercial, escombreras. Se incrementó el tráfico tanto que hubieron de construirse calles más anchas. A mi alrededor dominaba una actividad frenética, una inquietud que me atrapaba. Y mi sentimiento era: nada queda.”
La muerte de Matías Bertomeu, hermano del protagonista, es el detonante de la novela. Cada capítulo es un viaje al interior de los pensamientos de los seres cercanos a Rubén Bertomeu, un arquitecto, que dejó aparcados sus sueños de juventud a favor de enriquecerse especulando y urbanizando los terrenos de su pueblo, Misent. Para ello no ha dudado en corromper a politicos y asociarse con criminales. Es el precio del progreso, piensa él, mientras contempla su obra, hileras de adosados, de chalets clónicos que ocupan hasta el último rincón de los montes cercanos a la playa de Misent, un pueblo que podría ser cualquiera de los que jalonan el litoral mediterráneo.
Porque si bien este proceso de urbanización rápido y desordenado puede tener algunos beneficios inmediatos (trabajo, llegada de turistas), también produce unos efectos negativos palpables por los habitantes del pueblo: sobrepoblación, colapso de servicios básicos al dispersarse la población, destrucción del paisaje, atascos permanentes en las carreteras en los meses de verano. Misent se convierte en un pequeño infierno del que los protagonistas no pueden ni quieren salir, al igual que estos turistas que emprenden cada año su viaje a la costa sabiendo la masificación y las incomodidades a las que van a hacer frente: el Sol y la playa, aunque la arena no pueda ni atisbarse bajo las infinitas sombrillas, son un reclamo suficiente:
"(...) este paisaje enfermo, todas las edificaciones apelotonándose unas sobre otras, los solares, las grúas y el mar quieto como una mortaja bajo la luz dolorosa del mediodía, una luz blanca, lívida, luz también de cadáver, de morgue, filtrándose a través del polvo en suspensión que envía el desierto; del que levantan las retroexcavadoras al hurgar bajo la piel del terreno, los camiones bañeras al volcar los escombros en alguno de los vertederos, luz como de pesadilla, polvo de maquillaje que envuelve los matorrales, los árboles resecos..."
Junto a Rubén se mueven otros personajes que, mostrando sus pensamientos al lector, ajustan cuentas con su presente y su pasado: Silvia, su hija, muy crítica con las actividades de su padre, con sus métodos, pero que no es consecuente con su discurso cuando acepta su dinero y gracias a él puede permitirse lujos, a pesar de sus continuas protestas ("Non olet", le dijo el emperador Vespasiano acercándole unas monedas a su hijo cuando éste le reprochó que cobrara un impuesto sobre las letrinas), Collado que fue socio de Rubén y una especie de hijo para él, representante de una juventud que quema el dinero fácil de la construcción en una orgía de alcohol, drogas, prostitutas y coches caros o Federico, escritor retirado con una enfermedad terminal, absolutamente amargado con su pasado, en el que los hermanos Bertomeu tienen gran protagonismo.
El lector que busque en "Crematorio" una exégesis de lo que ha sucedido con el sector de la construcción en nuestro país quizá se lleve una decepción, pues la novela funciona más como relato generacional que como crónica de la corrupción urbanística, de la que solo se dan unos apuntes. Además, en este caso no se retrata al estereotipo de constructor sin estudios que se mueve en ese mundo gracias a su experiencia y sus contactos. Rubén Bertomeu es un hombre refinado, arquitecto de gran cultura que ha recorrido medio mundo visitando las obras maestras de la edificación y comiendo en los templos gastronómicos más afamados.
Es decir, Rubén es un ser plenamente consciente de lo que está haciendo y de sus consecuencias. Es su idea de progreso, aunque él a veces se presente como una víctima de un capitalismo que devoró su alma y solo le dejó la posibilidad de enriquecerse. Al fín y al cabo el progreso solo es posible con cierta destrucción del pasado, por dolorosa que esta sea, como ha sucedido siempre. Esta es la historia reciente de nuestro país, la historia de una locura colectiva que nos ha dejado en herencia paisajes y vidas devastadas.
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