lunes, 29 de agosto de 2011
ANTONIO LÓPEZ EN EL MUSEO THYSSEN. LA IMPRESIÓN DE LA REALIDAD.
Desde que tuve noticia de la exposición antológica que se preparaba a Antonio López en el Museo Thyssen madrileño estuve deseando que llegara el momento de poder verla. Hace unos años surgió una polémica acerca de este pintor, acerca de los valores del hiperrealismo, que según algunos críticos de arte no suponen una innovación, sino un retroceso. A esta controversia responde indirectamente el artista en una entrevista realizada por El País en abril de 2008:
"Tiene que tener un lenguaje cuya aportación sea nueva para la figuración. Un cuadro de ahora, no se puede parecer al de otras épocas. Tiene que tener un elemento espiritual, ético, estético, un conjunto de cosas que justifique que se haga en un momento en el que se trabaja por lo general fuera de ese territorio. Sólo ahí tiene espacio la figuración. Y naturalmente, tiene que estar muy bien hecho, como también lo tiene que estar la abstracción. Pero ya no se habla de lo bien hecho, sino de lo que pueda sorprender. El gran arte de todas las épocas siempre ha necesitado que el contenido tenga hondura y que el espectáculo de su lenguaje sea atractivo. No me parece difícil, lo que hace falta es que te dejen hacer las cosas."
Y es que asomarse al arte de Antonio López es asomarse a un mundo muy personal, a una reinterpretación de la realidad que por ello la enriquece y la hace mucho más interesante. La Gran Vía de Antonio López no es la Gran Vía que acabo de transitar para llegar a la exposición. Si así fuera me conformaría con lo que han visto mis ojos hace un rato, esos espectaculares y hermosos edificios y ese transitar incesante de la gente. El artista me ofrece una interpretación serena de un espacio urbano siempre bullicioso, donde puedo fijarme en los infinitos matices de luces que se reflejan en la complejidad arquitectónica de las construcciones. El asfalto es el elemento en el que se asienta el cuadro, un asfalto cuyo desgaste tan bien está reflejado en la obra. El paso del tiempo.
En las perspectivas sobre Madrid, Antonio López declara su amor por la ciudad a través de unas vistas panorámicas en las que casi escuchamos los sonidos urbanos: el tráfico, las ambulancias, la presencia, invisible desde las alturas, del ser humano. El artista no elige los lugares más significativos, sino que se asoma a una atalaya en la que pueda recoger la grandiosidad de una urbe que parece no acabarse nunca. En esta ocasión, en la vista desde Capitán Haya (una calle paralela al Paseo de la Castellana) o en la recogida desde la torre de bomberos de Vallecas, expresa lo anónimos que podemos sentirnos dentro de esta profusión de calles, edificios y ventanas. La emoción de vivir en una gran población que nunca vamos a conocer del todo. El artista trabajando mientras el resto de la ciudad, indiferente, sigue con su labor incesante, reinventándose a sí misma a cada instante.
Quizá sea por ello por lo que Antonio López nunca da por terminada una obra, porque la realidad está en constante movimiento, es cambiante y es imposible recogerla en su totalidad, aunque él logra aprehender el instante, fijándose en lo grande y en lo pequeño en su obsesión por el detalle. Que en la vista desde Vallecas aparezca el observatorio desde el que pinta no es ninguna casualidad. Al contemplar el cuadro nos sentimos observadores, como si estuviéramos físicamente en ese lugar, con una sensación casi de vértigo que solo atenúa nuestra atalaya.
Antonio López es también el pintor de lo cotidiano, de los interiores iluminados por una débil luz eléctrica a través de la cual podemos vislumbrar una suciedad que también es parte de la vida. Las habitaciones de Antonio López nos repelen y atraen al mismo tiempo. La limpieza es algo muy humano. Lo natural es lo sucio y a veces, lo nauseabundo.
A veces el hombre consigue dominar a la naturaleza y guarda pequeñas porciones de ella en forma de alimentos. Algo tan cotidiano como una nevera adquiere trascendencia bajo los pinceles del artista.
Uno de los elementos más impresionantes de la exposición son las esculturas del artista, donde representa la figura humana con una fidelidad inaudita. Aquí más que nunca parece que se hace buena la afirmación de Miguel Ángel cuando decía que esculpir no era más que liberar la forma atrapada en la materia. Los bocetos que acompañan a Hombre y Mujer nos hacen pensar en su autor como en una especie de Demiurgo al que solo falta insuflar vida en sus criaturas.
Y finalmente, también impresiona este hombre tumbado, que , aunque parece en tensión, nos remite invariablemente a la muerte, al final de todas las cosas. Me dejo en el tintero otras muchas obras, que podrán ustedes observar con más calma si siguen mi consejo y se acercan al Museo Thyssen madrileño. Yo fuí feliz durante hora y media en una exposición inigualable y, seguramente, irrepetible.
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