viernes, 31 de julio de 2009
UN EJÉRCITO AL AMANECER (2002), DE RICK ATKINSON. BAUTISMO DE FUEGO.
La lectura de este ensayo histórico me ha resultado francamente apasionante. Recoge uno de los episodios de la Segunda Guerra Mundial que las enciclopedias suelen tratar casi de pasada, pero del que Atkinson profundiza en sus vertientes militar y política. Y saca a la luz su trascendental importancia.
A finales de 1942 los americanos llevaban casi un año en guerra. Cuando se produjo el ataque a Pearl Harbour, el ejército estadounidense dejaba bastante que desear. Apenas contaba con oficiales, la escasa tropa estaba mal entrenada y equipada, los blindados brillaban por su ausencia y el alto mando apenas empezaba a comprender el moderno concepto de guerra de movimientos. Desde tan dramática posición de partida, el país tuvo que ponerse a recuperar los años perdidos. Hoy día advertimos la declaración de guerra a los Estados Unidos como uno de los más grandes errores del Eje. Entonces no estaba tan claro. Los Estados Unidos eran trágicamente vulnerables.
Se nos cuenta en el libro que el debut en el frente europeo estuvo sujeto a agrias discusiones. La mayoría del generalato americano optaba por un desembarco en el Norte de Francia, para atacar directamente al corazón de Alemania. Hubiera supuesto un desastre completo, pues los aliados no se encontraban preparados para una operación de tal envergadura y no lo estarían hasta dos años más tarde. Al final se impuso la razón (y el pensamiento británico) y Rooselvelt optó por un desembarco en el Norte de África, para tomar al Afrika Korps de Rommel en una pinza, pues la batalla de El Alamein ya se decantaba a favor de Montgomery. Los desembarcos en las playas de Marruecos y Argelia fueron fáciles, aunque caóticos (pero no un paseo militar, como comúnmente se cree). Los ataques directos a los puertos, desastrosos. La conquista de las dos colonias francesas fue relativamente rápida, pese a esporádicas resistencias de tropas leales a Vichy. Lo auténticamente difícil vendría en Tunicia, donde americanos e ingleses se enfrentarían al verdadero enemigo: Alemania.
El territorio tunecino era especialmente propicio para los defensores: colinas, pasos estrechos... y los alemanes supieron aprovecharlos magistralmente, a pesar de su inferioridad de medios. Atkinson hace hincapié durante toda la narración en un hecho brutal, pero que es la esencia de toda guerra: para ganar hace falta adquirir experiencia en el campo de batalla y la experiencia solo se adquiere a través de errores que conllevan cientos y cientos de muertos y heridos. Las batallas que se describen son especialmente sucias y crueles, en las que no vencía el soldado más bravo, sino el que contaba con mejor posición. La muerte o la mutilación podía venir de cualquier parte y los soldados que sobrevivían a una batalla, o bien quedaban curtidos o bien enloquecían (hubo un alto porcentaje de bajas psiquiátricas). Estremece pensar en unos jóvenes imberbes lanzados de pronto a ese tremendo infierno. ¿Cómo debían sentirse? ¿Encontraban algún sentido a toda esa locura? Los generales lo tenían claro: necesitaban, por encima de todas las cosas que el soldado americano odiara al enemigo:
"Varias exhortaciones habían promocionado la virtud del odio. "Con el tiempo tendréis sed de matar, ¿por qué no ahora?, urgía en noviembre en un discurso por la radio nacional el teniente general Lesley J. McNair, jefe de las fuerzas de tierra del ejército. Un despacho del alto mando en Argel referido a la instrucción instaba a los comandantes a "enseñar a sus hombres a odiar al enemigo y querer matar por cualquier medio". Patton señaló a sus tropas a mediados de marzo: "Debemos tener el deseo de matar".
Patton. Un personaje que produce fascinación. Aquí aparece más como un gallito de pelea que como el gran general que todos conocemos, alguien que solo apelaba a los huevos del combatiente, pero que, al menos en esta fase de la guerra, apenas atendió al fundamental problema de los suministros. Y son los suministros los que acaban decantando las guerras a un lado u otro de la balanza. El ejército que cuenta con ellos en abundancia puede permitirse masacres en sus propias filas. Para el que los tiene limitados, cada baja le hunde un poquito más el puñal en el corazón. Este asunto fundamental, el gran olvidado en muchas ocasiones, esta magistralmente planteado por Atkinson y nos hace comprender por qué finalmente ganaron los aliados, a pesar de tanto desastre acumulado al principio. No quiere decir esto que no se haga viajar al lector al corazón de las batallas. Atkinson utiliza un estilo casi literario para que sintamos el miedo y la tensión que respira un soldado atrapado en esa vorágine, ocupándose hasta de los más nimios detalles. Baste recordar la descripción de una mina antipersona plantada por los alemanes, la "castradora", llamada así porque saltaba hasta el abdomen al ser pisada...
La campaña del Norte de África no fue un paseo militar precisamente. Cada metro de terreno fue duramente ganado y los ejércitos no se comportaron con caballerosidad. Hubo muchos casos de agresiones a la población civil y de muerte de prisioneros por parte de ambos bandos. El sufrimiento de los jefes militares también queda reflejado en todos sus grados, tanto de los que compartían con sus soldados los peligros del frente como de los que sufrían sentados en sus despachos, abrumados por la responsabilidad. La guerra no está concebida para seres humanitarios. Los seres humanitarios en esa tesitura o se inhumanizan o mueren. No cabe otra posibilidad.
Si hay que ponerle un pero a un libro tan magistral es haber tratado poco el punto de vista de los alemanes, aunque es algo comprensible, ya que Atkinson está escribiendo la historia del ejército americano. La segunda parte de la trilogía "El día de la batalla", trata sobre la campaña de Italia. La tercera, aún por salir, tratará la campaña de Francia. Sin duda serán dos grandes lecturas, fundamentales para los aficionados a la Segunda Guerra Mundial.
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