El crimen de la calle de Bordadores nos traslada a un pasado ya remoto, a finales del siglo XIX, pero lo hace con un particular equilibrio entre lo realista y lo teatral. La película no es solo una comedia costumbrista, sino que tiene toques bastante efectivos de cine policiaco en un estadio muy primitivo. La creación de un ambiente castizo dentro de una trama policiaca y con toques de cine negro no es tarea fácil, pero aquí se consigue plenamente. Destaca también el papel de los periodistas, emparentados con los que ya había retratado Howard Hawks en Luna nueva: unos tipos mucho más interesados en el sensacionalismo que hace vender periódicos que en contar la verdad. La novedad del crimen y las dudas sobre su autoría se extienden por un Madrid en el que no hay televisión ni radio, pero eso no impide que se celebren apasionados debates en numerosas sobremesas. Al final incluso tenemos unas gotas de cine judicial. Una película a reivindicar, pues retrata parte de nuestra historia, algo deformada, pero real.
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