Uno de los grandes males que aborda María Blanco - desde un punto de vista liberal, todo sea dicho - es el maniqueísmo imperante en la lucha política. Frecuentemente el debate político se reduce a la demonización del adversario y a esto se dedica gran parte de los esfuerzos de los diputados. Ya casi no existen periodos ordinarios de sesiones, sino una campaña permanente, como una guerra de trincheras permanente cuyo único objetivo es buscar el voto de la manera más populista posible. Los pecados del pasado en forma de corrupción son olvidados rápidamente por los pecadores para pasar a acusar a otros grupo políticos de ser peores que ellos mismos. Las acusaciones de comunismo y ultraderecha vuelan de un lado a otro de los bancos del Congreso como si nos encontráramos de nuevo en los años treinta del siglo pasado. Además, lo simbólico es mucho más importante que cualquier mensaje medianamente complejo:
"Si antes se trataba de cuidar el contenido y el continente, la política actual se olvida de qué se transmite para centrarse en el cómo se transmite. Así, es más importante que hable una mujer, que simboliza la igualdad de género, que la verdadera igualdad, sea de género o sea en un sentido más global. Se entrena la comunicación no verbal para que la audiencia perciba frescuras, seguridad, etc, y se olvidan la honestidad en el mensaje, los ideales y la conexión con la realidad."
La política como marketing, más que como actividad orientada al bien público, los gestos cortoplacistas que pueden hipotecar a generaciones futuras y los mensajes contradictorios según convenga en cada momento son el pan nuestro de cada día. Además, la actividad política es entendida por muchos como un ejercicio fanático de seguimiento al partido escogido, como si de un club de fútbol se tratara, cuando lo más coherente sería estar de acuerdo con algunas propuestas programáticas y rechazar otras de cada uno de los grupos políticos y votar al que más se acerque a lo que uno cree justo. O no votar, no tener complejos en tomar esa postura cuando uno crea que ninguno de los partidos que se presentan a unas determinadas elecciones merece el voto propio. Necesitamos una sociedad civil más despierta, a la vez colaboradora y controladora del ejercicio del poder. Pero en este país esto parece un sueño lejano.
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