La década de los noventa fue muy esperanzadora para los que piensan que la democracia es el menos imperfecto de entre todos los sistemas posibles para gobernar un país. Después de la caída del comunismo, poco a poco, numerosos países del mundo iban transformandose en regímenes que respetaban los derechos fundamentales de sus ciudadanos. Incluso el pensador Fukuyama llegó a hablar de un "fin de la Historia" en el que había triunfado plenamente la democracia liberal. Un triunfalismo muy prematuro, como hoy sabemos. Si bien en el pasado la forma más obvia de destruir un sistema democrático pasaba por organizar un golpe de Estado o un conflicto civil, hoy se han impuesto sistemas mucho más sutiles, que son capaces de socavar el sistema desde dentro.
El populismo es uno de los grandes males de nuestro tiempo. En un mundo que tiene miedo del terrorismo, de la inmigración masiva y del terrorismo, por no hablar del regreso de la crisis económica del 2008, no es difícil que haya muchos ciudadanos dispuestos a escuchar los discursos demagógicos de individuos como Trump, Bolsonaro, Putin, Maduro, Orban o Le Pen. Éstos suelen estar impregnados de un fuerte nacionalismo y de un impulso proteccionista a las políticas de puertas adentro: todo lo que venga de fuera es sospechoso e impuro. Y este discurso, que antes trataba de ocultarse parcialmente, se expone ahora de forma directa, sin miedo a lo políticamente correcto, con la excusa de establecer un diálogo sin complejos con el ciudadano. Muchos de éstos se ven seducidos por estos seres que, a los ojos de muchos otros, constituyen una auténtica aberración a lo que significa un verdadero sistema democrático, pero, al final, lo impensable sucede y terminan ganando elecciones. Y todo ello a pesar de las múltiples señales de alarma que se han ido sucediendo en los meses anteriores al día de la votación:
"Donald Trump no era un candidato normal. No sólo era la persona con menos experiencia que se había postulado para el puesto (salvo en el caso de los generales consagrados, jamás se había elegido a un presidente estadounidense que no hubiera ocupado un cargo electivo o un puesto en un gabinete ministerial), sino que, además, su demagogia, sus opiniones radicales acerca de los inmigrantes y los musulmanes, su voluntad manifiesta de incumplir normas básicas de civismo y sus elogios hacia Vladímir Putin y otros dictadores generaban malestar en gran parte de los medios de comunicación y del aparato político. ¿Habían designado los republicanos a un dictador en ciernes? Era imposible saberlo a ciencia cierta. Muchos republicanos se aferraban al dicho de que mientras que los críticos de Trump interpretaban sus palabras literalmente, pero no en serio, sus partidarios las interpretaban en serio, pero no literalmente. La retórica de la campaña de Trump, según este planteamiento, eran «meras palabras»."
Desde luego, existe la responsabilidad de los gobernantes que precedieron a los actuales, que no supieron gestionar la crisis económica de manera justa para todos los ciudadanos, que no han sabido unificar más a la Unión Europea y que cuando se han dedicado a establecer un discurso a favor de las minorías tradicionalmente marginadas, como los homosexuales o a favor del feminismo (todo lo cual es muy loable), se han olvidado de seguir apoyando a las familias empobrecidas, que han dejado de tener esperanza en recuperar su nivel de vida de hace una década. Pero la clave de lo que está ocurriendo, según Levitsky y Ziblatt se encuentra en la transgresión cada más descarada del tracional equilibrio de poderes - legislativo, ejecutivo, judicial e incluso la prensa - que sostenía la democracia. Ya no basta con asegurarse el apoyo del Parlamento: muchos políticos buscan colocar jueces afines en puestos relevantes del sistema. Además, también se ha perdido la costumbre de consensuar asuntos clave entre los principales partidos. La triste realidad es el torpedeo sistemático por parte de la oposición de cualquier iniciativa del gobierno. Si no somos capaces de volver a la situación anterior o reformar la democracia para conseguir de nuevo un equilibrio efectivo entre poderes, estamos condenados a que nuestros sistemas políticos sean cada vez más imperfectos y dependan de oscuros intereses antes que de la voluntad del ciudadano de a pie.
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