En nuestro tiempo suceden cosas inimaginables solo unos años atrás. Una muchacha se sube a un avión rumbo a Sudáfrica y pone una frase estúpida y racista en su Twitter. Es un mero chiste sin gracia, pero cuando, unas horas después baja del avión y enciende el móvil, descubre horrorizada que su estúpido comentario, que quizá había olvidado ya, se ha vuelto viral y que miles de personas la insultan en las redes sociales, como si fuera un engendro humano. Ante la presión a nivel mundial frente a un hecho en apariencia tan nimio, es despedida de su empleo. En unas horas su vida ha cambiado y se ha convertido en una apestada social, en una racista sin redención posible. No es el único caso de una tendencia que va a más: el linchamiento a través de las redes sociales.
Los primeros pasos de internet en materia de libertades públicas fueron muy esperanzadores. Se trataba de una formidable plataforma en la que todo el mundo podía expresarse y que podía terminar premiando la meritocracia, haciendo que las voces más racionales y coherentes en cada campo fueran las más visibles. Como sabemos, en gran parte no ha sido así. Las redes sociales se han convertido en un estercolero - salvo honrosas excepciones - de vanidades, envidias, insultos y moralina. Cualquiera que tenga abierta una cuenta en Twitter o Facebook sabe que se expone a ser criticado por fotos o comentarios, pero casi nadie sospecha que algún día puede ser llevado a la picota pública (a nivel nacional o incluso mundial) por los motivos más espúreos. Las redes sociales ofrecen la ventaja inmediata del anonimato a los linchadores, quienes a su vez sienten que están impartiendo justicia desde la comodidad de sus sillones. Algo muy parecido a lo que sucedía con los que eran declarados herejes por la Inquisición o por el stalinismo, ya en el siglo XX.
A veces a mí también me pasa: pincho en cualquier noticia polémica (últimamente cualquier titular que contenga la palabra machismo lo es) y apenas leo la noticia en sí: lo que más me fascina son los comentarios, más propios de una discusión de patio de vecinos que de los argumentos de seres racionales. Las personas se suelen dividir en dos bandos - que suelen ser compartimentos estancos, con todo lo que conlleva declararse de izquierdas o de derechas - y se lanzan alegremente al deguello virtual entre unos y otros. Quizá todo esto sea consecuencia de exceso de tiempo libre en algunas personas, de necesidad de desahogo emocional fácil, de un sentido de lo que es la justicia mal entendido, o como explica el autor:
"(...) a medida que las condiciones de vida de un grupo social mejoran y se disuelve la discriminación que lo envolvía, la piel de sus integrantes se vuelve más fina y el escándalo estalla con mayor facilidad."
La capacidad de ofenderse de la gente es infinita, como también lo es la capacidad de replicación de dichas ofensas. Una vez que se ha iniciado una polémica en las redes sociales, es casi imposible argumentar racionalmente acerca de la misma: lo emocional lo cubre todo y lo presuntamente ofensivo se agiganta hasta el punto de convertir a su desgraciado autor en un criminal. Ni siquiera los chistes privados susurrados entre dos personas que asisten a una conferencia están a salvo del escrutinio de los nuevos inquisidores. Este es un caso tan increíble como real:
"Hank y Alex, (...) en una conferencia sobre nuevas tecnologías cuchichearon una broma nerdi-sexual en voz baja, algo sobre "insertar un paquete de datos". Adria Richards, una chica de la fila de delante, oyó el chiste, se giró, les hizo una foto y sin mediar palabra los denunció en Twitter acusándolos de machistas. A los pocos minutos, la conferencia se interrumpió. Los organizadores habían visto el tuit de Richards. Pidieron a Hank y Alex que se marcharan. Sin embargo, el linchamiento en las redes continuó, y al día siguiente el jefe de Hank lo llamó a su despacho y lo despidió."
Para colmo de males, la enorme crisis que sufre la prensa tradicional, hace que estos medios, que hasta ahora eran conocidos por lo riguroso de sus informaciones, deban sumarse al carro de las noticias frívolas y presuntamente escandalosas si quieren sobrevivir en un entorno hostil. En tiempos de corrección política extrema, es muy difícil abordar ciertos temas en profundidad sin ser tachado de machista, racista o nazi. Estamos en un tiempo en el que se prefiere abordar los asuntos desde un lado superficial y emocional, dejando las ideas de racionalidad o proporcionalidad de lado. Al final, tanta corrección tiene sus consecuencias y mucha gente reacciona votando a individuos como Donald Trump, que se alimentan de los insultos que provocan sus continuos exabruptos.
Lo más peligroso es que hemos llegado a un punto en el que mucha gente prefiere el juicio de la calle a una sentencia dictada por un tribunal independiente que ha actuado con todas las garantías procesales. El fantasma del populismo recorre el mundo, eligiendo a sus víctimas completamente al azar. Ni siquiera ser absolutamente prudente en sus redes sociales es completamente seguro para nadie, pues, como hemos visto, un comentario medianamente desafortunado en una conversación no virtual puede también desatar. Hay una especie de clamor por una seguridad absoluta, por un mundo sin ofensas que no se corresponde con el mundo real:
"La semejanza de los ofendidos-por-todo de las redes sociales y los viejos funcionarios de la censura estatal es estrecha en lo tocante a los estigmas. Quien clama contra un chiste o un discurso percibe a la sociedad como un colectivo infantil que debe ser protegido o, como mínimo, puesto sobre aviso. Un grupo marca públicamente a un individuo para que el público tenga precaución. Ni el humor más blanco está a salvo de la susceptibilidad, que se contagia del grupo censor a multitudes más grandes de personas, dependiedo de cuál sea el nombre del estigma."
Por supuesto, este ambiente es letal para la idea tradicional de libertad de expresión y pensamiento. La gente se vuelve mucho más cauta a la hora de expresar sus ideas, porque es mucho más cómodo subirse a la ola del pensamiento único, del apedreamiento colectivo al disidente que mantener sanas discrepancias. Nadie quiere vivir la experiencia de linchamiento de Guillermo Zapata o Nacho Vigalondo, muy bien analizadas en Arden las redes, un libro de plena actualidad y que, desgraciadamente va a seguir escribiéndose durante muchos años más.
La justicia paralela. La de las redes. Pero puede tener más peso que la de toga, que entre lenta y farragosa, a veces nos parece inexistente. Lo malo es que en las redes, también se pontifican o destruyen famas. como bien apuntas. Yo creo que leer noticias,sean las que sean, requiere una capacidad de análisis que mucha gente no tenemos
ResponderEliminarBuen post. Interesante. Un abrazo
Pero cabe preguntarse que si no hubiera una rápida reacción de la opinión pública "censora" a las "bromas" de unos cuantos insensatos el fenómeno daría lugar a una escalada para llamar la atención. Si hay un límite entre lo que se dice en privado y en público, no veo por qué no ha de aplicarse también a las redes sociales...
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