Los perros son los seres más nobles de la creación. Y existe una relación especial entre el escritor Antonio Báez y estos animales, al igual que le sucede a su última criatura literaria, un Adán que, a pesar de su tendencia a evadirse de la realidad o, más bien de crear la suya propia, es un personaje que sabe ganarse al lector desde las primeras páginas. A Adán cabría definirlo como uno de esos seres que pasa por la existencia de manera discreta, sin pretender dejar huella alguna, porque sabe que la vida es un fragmento insignificante que transcurre entre la nada infinita.
Quizá por todo eso Adán es un personaje perezoso y a la vez inquieto, capaz de ser repulsivo y adorable a la vez. Es un sabio irrreverente que conoce el gran secreto de la vida: su absoluto absurdo y por eso hace con ella lo que le da la gana, sin pasar por el aro de los usos sociales convencionales. Él se queda en su habitación, sale fuera a caminar o se sienta a esperar acontecimientos. Y el milagro es que siempre pasa algo, la vida evoluciona y él sigue su carrera de superviviente, de maestro socrático levemente traumatizado por una mala experiencia infantil. Adán es un chucho manso que a veces se deja acariciar por la vida y en otras ocasiones asume con absoluta naturalidad su papel de perro vagabundo.
Este párrafo, que me gusta mucho, lo define de manera mucho más memorable que mis palabras:
"Algunas veces él mismo, puesto que no era imbécil, pensaba en sus manías, en sus extravagancias de desocupado, en aquellos caprichos que lo aproximaban al comportamiento de los hombres con temperamento artístico (y neurótico), llegando a la conclusión, con una indulgencia inaudita, pero muy en consonancia con cierta faceta de su personalidad, de que quizás era uno de los últimos ejemplares de bohemio vivo sobre la faz de la tierra, uno de los últimos hombres con curiosidad por los gestos inútiles."
Como en su libro de cuentos anterior, Griego para perros, Antonio Báez sigue practicando una escritura gamberra, un estilo que es compatible con una indudable calidad literaria. Báez continúa teniendo cierto gusto por lo sórdido, por los mundos ocultos que anidan preferentemente en la periferia de nuestras ciudades, aunque a veces también podamos contemplarlos en los centros históricos de las mismas, en un tono que a veces recuerda a las obsesiones del autor de cómic Daniel Clowes. Además es destacable su inusitada habilidad para pasar de un tema a otro, al hilo de la inestabilidad de la que suelen hacer gala sus personajes. La magia de los días se complementa con varios relatos cortos, de tono nostálgico e imbuidos de realismo sucio, entre los que destacaría Cumpleaños, que contiene, entre otras muchas cosas, un homenaje al voyeurismo, esa afición cuya práctica es obligada por cualquier novelista de talento:
"Desde allí observaba una ventana en la que en cierta ocasión había visto la sombra de alguien. Cualquier variación en la altura de la persiana o en el hueco de las cortinas me parecía sugerente y si por casualidad descubría el fugaz paso de un cuerpo al otro lado, el corazón me pegaba un salto en el pecho y sentía como si me fuese a empezar a latir de nuevo."
La magia de los días es un paso adelante en la carrera de Antonio Báez, al que conocí hace pocas semanas de una manera un tanto azarosa y literaria, como se conocerían dos personajes de sus cuentos. Me quedo con esta definición de la existencia, lúcida, filosófica y a la vez terrible:
"Siempre me pareció evidente que la vida era un trasiego de ir y venir entre no ser y volver a la nada. "
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