Los cuentos infantiles clásicos, en su versión original, suelen ser mucho más crueles que las versiones edulcoradas que nos contaban a nosotros de niños. En cualquier caso los temas que se trataban eran aleccionadores: lo único seguro para que nada te pase es obedecer a tus padres y permanecer en casa, jamás te vayas con extraños, no hagas caso a tus impulsos primarios. Pero ¿qué sucede cuando el monstruo, el ogro de los cuentos que devora a los niños, aparece vestido con piel de cordero? ¿Con qué señales podemos identificarlo, cómo protegernos de quien es capaz de engañar fácilmente a los adultos?
Porque el falso predicador Harry Powell se viste con un traje capaz de aturdir a casi todos, sobre todo en tiempos más ingenuos que los actuales, los años treinta. Quien se proclamaba a sí mismo hombre de Dios y supiera hilvanar un discurso medianamente agresivo adornado con frases de la Biblia, podía contar con el respeto de la comunidad a la que se acercase. Powell (un aterrador Robert Mitchum), lo sabe y utiliza su disfraz para perpetrar los crímenes más salvajes allá por donde pasa. Pero lo peor de todo es que es un perturbado, que cree estar en contacto directo con un creador que le ordena asesinar y robar a través de sus designios inexcrutables. Harry Powell es uno de esos personajes que solo pueden ser retratados a través de una poderosa fotografía en blanco y negro, pues la oscuridad es su elemento. Uno de los momentos más inquietantes, en una cinta repleta de ellos, es la escena de la noche de bodas, en la que se acaba de definir la personalidad del protagonista y cómo es capaz de utilizar a su antojo la autoridad que le otorga la religión.
Con La noche del cazador, su única película como director, Charles Laughton logró crear una obra maestra inclasificable, incomprendida en su época y valorada mucho después como un ejemplo único de lo que puede lograrse a través de una sabia utilización del lenguaje cinematográfico. Todo en esta película está construido para resultar perturbador. La religión no es un instrumento de conciliación y paz para los hombres, sino una herramienta de opresión y engaño, el disfraz perfecto para un monstruo (y hemos conocido a lo largo de la historia a muchos monstruos que se han amparado en la religión para cometer sus crímenes) que quiere devorar a unos niños inocentes. El carácter de Powell es cambiante, según los intereses del momento. Puede mostrarse encantador, seductor incluso, pero su verdadera condición es la propia de un patriarca del antiguo testamento: severo e implacable. Toda la narración de La noche del cazador está salpicada por metáforas memorables, como la de los animales que van viéndose en primer plano cuando los niños huyen por el río o la lucha entre el bien y el mal, simbolizada en los famosos tatuajes que adornan las manos del falso predicador. Pero lo que más inquieta, incluso a un nivel subliminal, son las canciones infantiles que se insertan de manera magistral en momentos clave de la historia.
La noche del cazador es un perfecto cóctel, donde podemos encontrar elementos que remiten a otras películas, ya realizadas en aquella época o que estaban por realizar, como El fuego y la palabra, de Richard Brooks, El cabo del miedo, de J. Lee Thompson y Martin Scorsese, Furia, de Fritz Lang o Matar a un ruiseñor, de Robert Mulligan. Es una lástima que en us tiempo no fuera valorada como merecía y su director no se animara a emprender nuevos proyectos detrás de las cámaras. Quizá Charles Laughton sea el único caso de realizador cuya filmografía consiste en una sola e irrepetible obra maestra.
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