Que una película como Prisioneros solo haya obtenido una nominación en los Oscars de este año - y en un premio menor, como es fotografía - no hace sino demostrar lo poco importantes que deben ser los premios a la hora de elegir la película que vamos a ver. Es mejor fiarse de ciertos críticos y de ciertos conocidos con buen gusto cinematográfico. Porque lo que es indudable es que la propuesta de Vileneuve es una de las mejores realizaciones que se estrenaron el año pasado.
El tema de la desaparición y secuestro de niños es uno de los más espinosos que puede abordar el cine. Lo ha hecho repetidamente en cintas maniqueas destinadas directamente a la televisión, para consumo de un público eminentemente emocional. Pero las aproximaciones inteligentes al tema son mucho más escasas. Adiós, pequeña, adiós, de Ben Affleck, es una de ellas. En La caza, de Thomas Vintenberg, magistral cinta que tuve la oportunidad de ver hace poco (de esta sí que se han acordado en la Academia de Hollywood), aunque no se trate de un secuestro, sí que se profundiza en las complicadas relaciones entre la infancia y los adultos, en ese instinto de protección que a veces hace que nos comportemos irracionalmente, ante la menor sospecha de que se ha dañado a un ser inocente. Aunque personalmente no soy padre, puedo comprender la angustia permanente que soportan los progenitores responsables, ante la tesitura de ser excesivamente protectores con sus hijos o dejarles un grado de libertad que siempre puede entrañar un peligro, un peligro que se manifiesta de la forma más terrible al comienzo de Prisioneros.
La cinta de Vileneuve comienza mostrandonos una reunión ordinaria de dos familias razonablemente felices. Viven en un entorno casi idílico, rodeados de naturaleza, aunque la meteorología del mes de noviembre en el que transcurre la historia sea particularmente desapacible. Este frío y lluvia constante en un ambiente de poca luz proporcionan el escenario adecuado para acentuar la inquietud permanente que se transmite al espectador en esta narración cruda de la desaparición de dos niñas. La existencia normal de estas dos familias cae, en los pocos minutos en los que se dan cuenta de que sus hijas no van a aparecer, en un auténtico infierno de impotencia y reproches. Pero Keller Dover, personaje magistralmente interpretado por Hugh Jackman, no es un hombre que pueda quedarse de brazos cruzados. Habiendo interiorizado una filosofía que le prepara siempre para lo peor, nunca pensó que la vida le iba a traer una pesadilla más terrible que la más siniestra que pudiera imaginarse. Así pues, deja de lado sus principios morales y secuestra al principal sospechoso del secuestro, un individuo con las facultades mentales perturbadas, que piensa como un niño de diez años. Con la complicidad del otro padre - que manifiesta razonables dudas acerca de la naturaleza de la acción emprendida, pero que tiene que rendirse ante los hechos consumados - se dedica a torturar a su prisionero con la esperanza de salvar a las niñas en una auténtica carrera contra el reloj, ya que, como es sabido, cuantas más horas pasen, menos esperanzas habrá de encontrarlas con vida.
Por otro lado, Prisioneros sigue los pasos del inspector al que se le ha asignado el caso, interpretado por Jake Gyllenhaal, un policía íntegro y que se entrega a su trabajo hasta el punto de no dormir apenas en los días que dura el caso del secuestro. Aún así, se siente bastante impotente en un caso en el que no deja de recibir presiones de Keller, alguien que, irónicamente, parece ir siempre un paso por delante de él en la investigación, quizá porque él tiene que seguir los procedimientos estrictamente legales. La película es de esas que golpea contínuamente al espectador con dilemas morales desde varios puntos de vista. ¿Es lícita la actitud de un padre que tortura ciegamente al sospechoso de secuestrar a su hija? ¿Está la ley suficientemente pertrechada de medios para afrontar casos tan delicados como éste? Son preguntas incómodas a las que no podemos sustraernos, que nos realizan unos personajes prisioneros de unas circunstancias en las que se han encontrado sin merecerlo. El mal, siempre acechante, golpea en los momentos en los que menos se le espera. ¿Cómo afrontar lo brutalmente inesperado? Ahí quedan esas cuestiones, a las que Vilenenueve solo puede responder a través de una muy bien elaborada intriga, que al final funciona de manera tan ambigua como la vida misma: los acontecimientos son independientes de la moral, que no es más que un invento humano que poco puede contra la fatalidad.
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