Aquí el artículo:
En 1945, recién terminada la Segunda Guerra Mundial,
Alemania quedó dividida en dos zonas. En el este se fundó la República
Democrática Alemana, un Estado de ideología comunista patrocinado por la Unión
Soviética. Berlín también quedó dividida y en 1961 el gobierno del este erigió
un muro para impedir el paso de personas entre las dos áreas. Durante cuarenta
años, la RDA dirigió el destino de dieciséis millones de alemanes a través de
un sistema férreamente totalitario e intolerante con el disidente. El brazo
ejecutor de esta política de represión era la tristemente famosa Stasi, el
servicio de inteligencia que se ocupaba de la seguridad interior y exterior del
país. Conocemos esta parte de la historia, pero asomarse a la intrahistoria del
país, indagar en las vidas de los ciudadanos a los que le tocó padecer este
régimen es la mejor manera conocer la auténtica esencia de la RDA. Y este es el
propósito de Stasiland.
La técnica que utiliza Anna Funder a la hora de abordar su
libro es la del reportaje. Ella viaja a Berlín y a Leipzig en 1996, siete años
después de la caída del muro y se dedica a indagar qué ha quedado del régimen
comunista. Y pronto advierte que la mejor fuente de información no son los
archivos ni los libros de historia, sino las personas, una buena parte de las
cuales arrastran historias dolorosas, provocadas por un Estado que dedicaba
ingentes medios al espionaje de sus propios ciudadanos.
Aunque es imposible efectuar un cálculo exacto, se estima
que en la RDA había un empleado o confidente de la Stasi por cada cincuenta
ciudadanos. Otros estudios elevan esa proporción a un confidente cada siete
ciudadanos. Las relaciones personales eran difíciles, puesto que existía la
permanente sospecha de que cualquiera podía ser uno de ellos, por lo que
siempre había tener sumo cuidado en la conversaciones con extraños e incluso
con personas conocidas. La Stasi tenía tendencia a reclutar gente en todos los
ámbitos sociales para hacer realidad su ambición orwelliana de controlar todos
los detalles de la vida cotidiana de todos sus ciudadanos. Lo único que no fue
capaz de averiguar fue precisamente el fin del comunismo, por lo que su extenso
aparato fue derribado estrepitosamente en pocas semanas.
En Stasiland, Anna
Funder recoge testimonios estremecedores: jóvenes a las que se reprimía y se
les impedía trabajar por tener relaciones sentimentales con un extranjero,
otros que iban a parar a la terrible prisión de Hohenschönhausen por sus
intenciones de emigrar al extranjero y, lo más pavoroso de todo, las
declaraciones de antiguos miembros de la Stasi que no se arrepienten de nada y
siguen arremetiendo contra sus propios compatriotas, a los que aseguran haber
protegido del imperialismo. Como sucede con el franquismo en España, la transición
alemana apenas depuró a los elementos más criminales del antiguo régimen. Quizá
porque, en este caso, la lista de implicados hubiera abarcado la mitad del
país. Sí se condenó al anciano Erich Mielke, que durante décadas fue el máximo
responsable de la Stasi. También a Erich Honecker, máximo responsable de los
destinos de la RDA, protagonista de anécdotas tan surrealistas como la que
cuenta uno de los entrevistados:
“Íbamos a ciudades
donde los edificios de la calle principal estaban pintados solo hasta la mitad.
La parte de arriba era hormigón a pelo. (…) Era porque cuando venía Honecker,
esa era la altura hasta donde veía desde el asiento trasero de su limusina. ¡La
pintura no les llegaba para pintar hasta arriba!”
La existencia de tantos confidentes hacía que la Stasi a
veces se viera desbordada por el volumen de la información que manejaba y el
número de confidentes que trabajaban para ella. En una nota de 1989, un joven
teniente alertaba a sus superiores del hecho de que había tantos confidentes infiltrados
en los grupos eclesiásticos opositores que cuando se manifestaban hacían
parecer estos grupos mucho más fuertes de lo que en realidad eran. Una hermosa
paradoja en una sociedad llena de ellas: cuando, también en 1989, un gran grupo
de ciudadanos asaltó el edificio de la Stasi, los guardias de la entrada les
requirieron su identificación a los manifestantes. Estos sacaron obedientemente
sus documentos de identidad, los enseñaron y, seguidamente, tomaron
pacíficamente el edificio. Resulta fácil imaginar que, rizando el rizo, el
propio Mielke estuviera siendo espiado por sus propios subordinados y al final
le llegaran informes de su propia vida, en una situación que hubiera hecho las
delicias de escritores como Joseph Conrad o Gilbert K. Chesterton:
“Creo que al final la
Stasi tenía tanta información (…) que pensaba que todo el mundo era enemigo
porque todo el mundo estaba vigilado. No creo que supiesen quién estaba con
ellos, contra ellos o si todo el mundo callaba sin más. (…) Cuando me encuentro
ante un expediente sobre una familia a la que estuvieron vigilando en el salón
de su casa durante veinte años, no me queda más que preguntarme: ¿qué clase de
gente puede querer poseer tantos conocimientos?”
Con Stasiland,
Anna Funder ha realizado un trabajo fascinante de evocación de una memoria que
muchos quisieran dejar atrás. Un trabajo que no solo tiene valor histórico,
sino también literario y que se hizo justamente acreedor de numerosos premios.
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