La carrera cinematográfica de Lee Daniels parece estar marcada por la obsesión de ajustarse a los gustos de los académicos de Hollywood, aquellos que designan todos los años las producciones que van a ser candidatas a los premios Oscar. Ya la publicidad que podemos ver en nuestras calles de El mayordomo lo deja claro: esta es la primera película del año que va a ser candidata a los Oscar. Si en su anterior obra, Precious, Daniels se decantaba por el drama de una muchacha que parecía estar tocada por todas las desgracias, en esta ocasión la apuesta es todavía más segura si cabe: el repaso de la historia estadounidense de la segunda mitad del siglo XX a través de los discretos ojos de un mayordomo que pasa gran parte de su vida trabajando en la Casa Blanca.
El visionado de El mayordomo remite continuamente a otras obras anteriores de exploración del pasado inmediato de Estados Unidos: Forrest Gump, de Robert Zemeckis, El color púrpura, de Steven Spielberg o Malcolm X, de Spike Lee, estas dos últimas dedicadas también a tratar el problema racial que tantos conflictos suscitó en aquellas décadas, lo cual hace que el espectador este asaltado de continuo por una molesta sensación de dejá vu, de fórmula mil veces vista, aunque la mirada de El mayordomo pretenda ser original. El protagonista, Cecil Gaines, nace en una plantación de algodón. Aunque la esclavitud había sido abolida hacía décadas, los trabajadores negros eran tratados como tales. Gaines fue educado como negro doméstico y aprendió a servir al hombre blanco, a quien debía ver siempre como un ser superior y después un golpe de fortuna le llevó a comenzar a ejercer su profesión en la mismísima Casa Blanca.
El primer presidente al que tiene que servir este mayordomo es Eisenhower, personaje interpretado por un sobrio Robin Williams, cuya presencia es simplemente testimonial. Kennedy (James Marsden) es presentado como el presidente de la esperanza, pero también como un joven desconcertado ante los acontecimientos (siempre hablamos de la historia del racismo en los Estados Unidos) que suceden a su alrededor y él parece incapaz de controlar, a pesar de su poder. Johnson ( Liev Schreiber) cuenta con la escena más extraña y escatológica del film. Nixon (un John Cussack que poco se parece al personaje histórico) adquiere protagonismo desde antes de ser presidente, aprovechando cualquier ocasión para hacer campaña, pero después lo vemos, en los días de su caída, como un borracho aislado entre las paredes de la Casa Blanca. Ronald Reagan (Alan Rickman) y su mujer Nancy (Jane Fonda) son desde luego clavados a la pareja presidencial original. Reagan aparece como un hombre más preocupado por caer bien en las distancias cortas que por dar auténticas soluciones a los problemas de sus ciudadanos (el film no tiene empacho en recordar el penoso episodio del rechazo a condenar el aparheid en Sudáfrica). Un hombre peligroso este Reagan, si es verdad lo que dicen respecto a que muchas de sus decisiones estaban influidas por los astrólogos a los que consultaba con frecuencia.
Las escenas relacionadas con la profesión de Cecil Gaines comparten protagonismo con la historia de su familia, sobre todo la de su hijo mayor, que representa el activismo y la lucha de la gente de color estadounidense en pos de sus derechos civiles. Gaines, aislado en su burbuja de servidumbre y relativo bienestar, tarda en comprender el sentido de esta lucha y condena la actitud de su hijo, que pasa, como muchos hicieron, del pacifismo de Luther King al activismo violento de los Panteras Negras, después del asesinato de éste. Desde luego lo mejor del film de Daniels es la denuncia de la impunidad con la que se seguía maltratando a los ciudadanos negros en fechas tan próximas a nuestro tiempo como los años sesenta y setenta. La escena de la cafetería es muy representativa a este respecto: la dignidad de unos ciudadanos que solo quieren tener los mismos derechos a ser atendidos en cualquier zona del establecimiento y el embrutecimiento de quienes se oponen a ello, alegando su superioridad racial.
Respecto a la ya comentada actitud de Gaines ante los acontecimientos que suceden a su alrededor y de cuya interpretación en las más altas esferas es testigo privilegiado, su lema es siempre el mismo: ver, oír y callar. Esta profesionalidad casi inhumana de Gaines le emparenta con otro famoso mayordomo cinematográfico: el Stevens de Lo que queda del día, de James Ivory. El mayordomo británico era casi como un accesorio más de la mansión en la que habitaba y escuchaba las declaraciones de su amo de apoyo al nazismo sin inmutarse. Finalmente Gaines despierta y todo termina con una exaltación de la llegada de Barack Obama al poder, en una apología con la que estará encantado el actual presidente de los Estados Unidos. El mayordomo es una película entretenida, pero tópica, pues no aporta demasiadas novedades al panorama cinematográfico: al final todo acaba en una deificación del modo de vida americano. Si bien la nación tropieza repetidas veces, al final su fuerza es tal que la justicia acaba prevaleciendo. Y los señores que otorgan los Oscar no pueden ser insensibles a un mensaje tan grandioso.
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