Decía Aristóteles que el hombre es un animal social. Y esta condición humana es la que hace necesario que vivamos cerca unos de otros en ciudades cada vez más extensas. El siglo XX, junto a guerras y calamidades, vivió un asombroso incremento del tamaño de las ciudades, hasta el punto de que hoy día más de la mitad de la población del planeta habita en ellas. Esto plantea interrogantes muy interesantes: ¿Es más ecológica la vida rural que la urbana? ¿Son nocivas estas concentraciones de millones de personas, sería mejor tener una población más dispersa? ¿Qué va a suceder con China e India, dos de los países más pujantes en la actualidad, dentro de algunas décadas?
Desde siempre la base del éxito de las ciudades ha sido no tanto su arquitectura sino las personas que la habitan. La hoy convulsa Bagdad fue entre los siglos VIII y IX un foco de cultura, cuyos dirigentes, los califas abasíes procuraban atraer a la capital a las mejores mentes de su tiempo y terminaron fundando la Casa de la Sabiduría, una especie de instituto de investigación, que recopilaba el conocimiento universal y asumía la tarea de traducirlo a lengua árabe. Algo parecido sucedía en Córdoba por la misma época. A lo largo de la historia las urbes progresan, languidecen, decaen y resurgen. Todo depende de factores sociales y económicos. En los años setenta Nueva York era una ciudad con una profunda crisis, a punto de sucumbir por sus altos niveles de delincuencia. Cuarenta años después, vuelve a ser una de las concentraciones urbanas más pujantes del planeta, porque supo reiventarse y convertirse en el centro mundial de las finanzas.
Detroit no corrió la misma suerte que Nueva York y hoy es una ciudad moribunda, víctima de la crisis de la automoción y de unas políticas municipales erróneas, que primaron el elemento arquitectónico sobre el humano. El error de Detroit fue basar su economía en una industria que no primaba el conocimiento de sus trabajadores, por lo que difícilmente pudieron reciclarse cuando llegó la crisis. Este es un peligro de las ciudades: que fracasen y que la gente las abandone buscando otras con mejores horizontes. Para Glaeser es un fenómeno lógico y estima que ayudar económicamente desde el gobierno a estas urbes es tiempo perdido: es mejor que la gente emigre a lugares más prósperos. En una de sus páginas más polémicas, critica que se dedicaran cuantiosos fondos a la reconstrucción de Nueva Orleans después de la catástrofe del Katrina, cuando ese dinero hubiera hecho mejor servicio siendo destinado directamente a los ciudadanos para ayudarles a que se buscaran la vida en otra parte.
La invención del automóvil ha sido determinante en la vida de las ciudades. Con la posesión de un vehículo que permitía el desplazamiento individual a gran velocidad, la gente pudo optar por no vivir en los centros urbanos, donde estaba el trabajo, sino hacerlo en la periferia, en casas individuales cercanas a la naturaleza y realizar cada día el trayecto de ida y vuelta, sumando los encantos de la vida rural a la cercanía de las ventajas urbanas. Con el tiempo se ha descubierto que quienes optan por esta opción acaban gastando mucha más energía y perjudicando al medio ambiente mucho más que quienes permanecen en las ciudades. Para Edward Glaeser, lo verdaderamente ecológico es construir hacia arriba, rascacielos que ocupen poco terreno, concentren los servicios urbanos y consigan que la gente, teniendo su necesaria parcela de intimidad, viva plenamente la socialización que implica el contacto con otros seres humanos. De estos contactos surgen a veces intercambios de conocimiento que son decisivos a la hora de innovar. Y los mejores contactos humanos, a pesar de la tecnología actual, siguen siendo los que se producen cara a cara. Vivir en la periferia está muy bien, pero los autodenominados ecologistas que se pasean todos los días en su todoterreno por la naturaleza deben saber que hacen un flaco favor al conservacionismo:
"Nuestra especie aprende sobre todo de las claves auditivas, visuales y olfativas que emiten nuestros congéneres. Internet es una herramienta maravillosa, pero cuando mejor funciona es cuando se combina con los conocimientos adquiridos cara a cara(...) Las comunicaciones más importantes siguen siendo interpersonales, y el acceso por vía electrónica no puede sustituir a la presencia física en el centro geográfico de un movimiento intelectual."
El triunfo de las ciudades aboga también por desarrollar las ciudades que cuentan con mejor clima, puesto que su gasto energético va a ser menor. Saca a colación Glaeser el ejemplo de las restricciones a la construcción en la bahía de San Francisco: al final eso encarece el precio de la vivienda y la gente se irá a buscar hogares más económicos en ciudades como Houston, que ha experimentado un gran crecimiento en los últimos años gracias a su política de libre construcción. Pero Houston padece unos veranos terribles y el gasto energético en aire acondicionado en esos meses hace que concentrar cada vez a más gente en una urbe con ese clima extremo no sea una buena idea. En cualquier caso la idea de Glaeser de que la nula restricción a la actividad constructiva baja automáticamente el precio de la vivienda tiene su contrapunto en la experiencia española de la última década. Esto podría ser cierto si la vivienda se usara únicamente para ser habitada, pero cuando se convierte en moneda de cambio para especuladores, su función económica se corrompe y se crea una burbuja artificial de precios que acaba estallando estrepitosamente.
Entre todas estas buenas y meditadas ideas, a veces encontramos cierta radicalidad en el profesor de Harvard. A veces muestra poca sensibilidad con la arquitectura popular de las ciudades, con el sentimiento de la gente que ha habitado en un determinado barrio y no quisiera verlo arrasado para dejar paso a construcciones más modernas. Conservar los edificios tradicionales es también conservar la esencia de las ciudades, que emana en gran parte de su pasado. Hubiera sido una barbaridad y no una virtud, como insinúa Glaeser, que el barrio de la Défense se construyera mucho más cerca del centro de París. La mejor solución para comunicar unas zonas con otras son transportes públicos eficaces, redes de carril bici y calles agradables para pasear.
Pero el gran reto del futuro no está en nuestra manos, pues sigue siendo la decisión que tomen los dirigentes y los ciudadanos de China e India respecto a su forma de vida. Si se fijan en los estadounidenses y en sus enormes emisiones por habitante de CO2 estamos perdidos. Si apuestan por grandes ciudades repletas de enormes rascacielos, harán un gran favor al resto de la humanidad. En cualquier caso la tendencia general es la del crecimiento de la ciudades. Que estas ciudades sean o no habitables en el futuro, depende del nivel de cooperación humana que se logre:
"La verdad central que hay detrás del éxito de la civilización y el motivo primordial por el que existen las ciudades es la fuerza que emana de la colaboración humana. Para entender nuestras ciudades y comprender qué hacer con ellas, tenemos que aferrarnos a esas verdades y desprendernos de mitos nocivos. Tenemos que deshacernos del punto de vista según el cual ser ecológico significa vivir entre árboles y que los habitantes de las urbes siempre han de luchar para conservar el pasado físico de una ciudad. Tenemos que dejar de idolatrar la propiedad de la vivienda, que favorece las viviendas en serie a expensas de las torres de apartamentos, y tenemos que dejar de idealizar las aldeas rurales. Deberíamos descartar el punto de vista simplista según el cual unas mejores comunicaciones de largo recorrido reducirán nuestro deseo de estar cerca los unos de los otros. Para empezar, hemos de liberarnos de nuestra tendencia a ver en las ciudades ante todo sus edificios, y recordar que la ciudad verdadera está hecha de carne, no de hormigón."
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