Llegar a Cádiz, pocos años después de mi última visita, sigue produciéndome una impresión extraña, como la de penetrar en una isla a la que puede accederse por vía terrestre a través de una delgada línea que la une al resto del continente. Así recibe uno la primera lección de historia: si la resistencia contra Napoleón fue posible gracias a esta peculiar disposición geográfica, que hace vivir a Cádiz su peculiar relación con el mar, que lo rodea, lo protege y a veces somete a la ciudad a un clima desagradable.
Recuerdo la primera vez que visité brevemente la ciudad, allá por los años ochenta. El casco antiguo se encontraba profundamente degradado y sus calles olían a orines. Todo eso ha cambiado en la última década. Los históricos edificios de una de las ciudades más antiguas del mundo se han ido rehabilitando y el paseante puede gozar de la sensación de transitar por las mismas calles jalonadas de construcciones de los siglos XVIII y XIX que tanta historia atesoran. Uno, que es malagueño, ni puede evitar pensar qué hubiera sido de su propia ciudad si hubiese estado gobernada por gentes más respetuosas con el pasado que es, después de todo, donde debemos acudir si queremos resolver los problemas del presente.
Los barrios del Pópulo y la Viña siguen estando dominados por el comercio tradicional. Comprar en una de sus numerosas pastelerías, cuyos olores nos atraen desde muchos metros antes de llegar, es todo un goce para el paladar del caminante. La calle Ancha y sus alrededores, peatonales todas ellas, me siguen sorprendiendo por la elegancia de sus palacios. Visita obligada este año es el Oratorio de San Felipe Neri, cuya reciente restauración deja la impresión de obra recién terminada a este templo de veneración religiosa y civil, donde se aprobó esa constitución de la que conmemoramos cien años, la que, si se le hubiera dado una oportunidad, habría encauzado el devenir de este país de una manera muy distinta.
Sin omitir nuestra placentera visita a una librería de ocasión muy cercana, también he de referirme al magnífico museo que atesora muchos de los hallazgos arqueológicos de la ciudad y sus alrededores. Junto a los espectaculares sarcófagos antropoides fenicios, encontramos en sus vitrinas gran cantidad de objetos de la vida cotidiana de los gaditanos del pasado. Me llama especialmente la atención, y me provoca un cierto enternecimiento la contemplación de un gladiador de juguete, seguramente una diversión habitual de los niños romanos, a los que se acostumbraba desde pequeños a convivir con la violencia (también yo he jugado con clicks de playmobil armados con rifles, pistolas, metralletas, lanzas, hachas y cualquier objeto que pudiera ser utilizado como arma). La colección de pintura de la planta de arriba no desmerece a la de arqueología: Zurbarán, Murillo, Morales, Rubens, Bécquer, Sorolla... Supongo que si el museo tuviera la marca Thyssen multiplicaría sus visitas, pero prefiero que siga como hasta ahora: gratuito, sin colas y con un público interesado, no por el marketing del museo, sino por su contenido.
Al día siguiente, por la tarde, a hacer kilómetros para un cambio total de escenario: la aldea de Zagrilla, en plena Sierra Subética cordobesa. Me cuenta el amigo que nos ha invitado una leyenda de allí que no tengo más remedio que reproducir, la de los asombros, una especie de inesperadas apariciones nocturnas enfundadas en una especie de sábanas. Por lo visto tienen una explicación muy lógica: las visiones suelen tener lugar en los alrededores las casas de las mujeres cuyos maridos están temporalmente ausentes...
En contraste con el bullicio de Cádiz en Semana Santa, la hermosura primaveral del campo, cuyo único sonido es el canto de miles de pájaros, ofrece un efecto relajante. La mañana del domingo tomamos un café tardío en Priego de Córdoba y nos acercamos a visitar otro monumento civil a uno de esos hombres ilustres y dignos que de vez en cuando intentan cambiar el rumbo de este país: la casa natal de don Niceto Alcalá-Zamora está llena de recuerdos del que fue presidente de la República y uno de los artífices de la Constitución de 1931. En una España donde uno encuentra tanta desidia por la historia, ya sea por ocultación o por dejadez, resulta todo un hallazgo que la casa de este hombre honesto haya sido respetada y ahora sea uno de los orgullos del hermoso pueblo de Priego de Córdoba. Lástima que a Alcalá-Zamora y a Azaña, que tantas discrepancias mantuvieron, pero que en esencia buscaban lo mismo, les tocara vivir unos tiempos tan turbulentos. Entre los donantes a la fundación que se ocupa del mantenimiento de la casa-museo observo que se encuentra uno de esos apasionados de nuestra historia que tanto ha hecho para esclarecerla: Ian Gibson. Desde la ventana del piso de arriba contemplamos la procesión del resucitado de la famosa semana santa de este pueblo. Detrás del trono marchan unos personajes con unas máscaras (seguramente antiguas) que representan a los evangelistas. Uno de ellos mira a un niño que lo contempla con asombro. Se acerca a él ofreciéndole su mano. El niño se queda paralizado por unos segundos y finalmente se retira con una expresión de terror. La fascinación y el miedo de la religión.
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