Si nombráramos una sola película realmente significativa para el sector que se dedica a los recursos humanos y, en concreto, a la selección de personal, esta no puede ser otra que "El método" (adaptación, por cierto, de una obra de teatro). Y no precisamente porque este film sea condescendiente con esta labor.
Vivimos en un mundo capitalista,
que estimula la competición, teóricamente para que los mejores ocupen
los puestos más altos. Las empresas que se dedican a la selección de
personal no pueden actuar a ciegas. Primero deben elaborar un perfil del
puesto solicitado a través de un instrumento que se llama "Análisis de
Puesto de Trabajo" y, a partir de ahí, lanzarse a la búsqueda de la
persona más indicada. En los puestos de gran responsabilidad hay que
hilar muy fino y elaborar el perfil más preciso posible. Una
equivocación puede costar tiempo y dinero.
¿Cuál es el mejor método de selección? Puede decirse que ningún método es infalible, puesto que prácticamente todos (hay algunos revolucionarios como la morfopsicología de los que habría que hablar largo y tendido) se basan en situaciones artificiales, de gran tensión, donde el candidato debe acudir persuadido de que está interpretando un papel, por lo que todo el proceso es en sí un artificio: el seleccionador espera una determinada respuesta del candidato y el candidato espera dar la mejor respuesta al seleccionador. Ambas partes saben que la sinceridad suele brillar por su ausencia. Solo la fachada es lo que importa: vestimenta adecuada, buena educación, aparente tranquilidad y saber defender las palabras que hablan del candidato en un trozo de papel: el sagrado currículum.
"El método" narra el proceso de selección para un puesto directivo en una gran empresa. Acerca de las ventajas y el prestigio que otorga la obtención de dicho puesto no se nos informa directamente en ningún momento, pero sabemos que se trata de una posición muy codiciada a tenor de la tensión que se respira entre los candidatos desde el principio: darwinismo social en estado puro. La referencia a los cuentos de Jack London durante una de las conversaciones no es gratuita.
Las pruebas a las que se han de enfrentar los aspirantes resultan insólitas desde el primer momento: les informan de que hay un topo entre ellos (un psicólogo de la empresa) y deben descubrirlo, deben elegir a un líder para después decapitarlo... Hay otras más conocidas, como la del bunker. Lo cierto es que más de un candidato pierde los nervios durante las mismas: a veces parece irreal que personas que han llegado tan lejos en un proceso de selección de estas características se muestren tan fácilmente vulnerables, o incluso que se expresen con tanta zafiedad a la menor oportunidad.
Una de las preguntas que se plantean durante el procedimiento es la de si los candidatos deben colaborar entre ellos o actuar individualmente. La lógica diría que siendo solo uno el puesto en disputa, deberían decidirse por la segunda opción. No obstante, hay caminos más retorcidos en la lucha por la supremacía: la colaboración interesada, la utilización de la candidez del otro, cuando no directamente de la mentira, para conseguir los propios fines. Y perder, literalmente si hace falta, la camisa en el empeño.
En esto también hay mucho de capitalismo. En esta gran competición, las competencias del candidato ganador han de ser una gran deshumanización, doblez, capacidad para la mentira y la doble moral. La última prueba que debe superar el aspirante perfecto es la de estar dispuesto a vender su propia alma si su empresa así se lo exige. Los sentimientos humanos cotizan muy a la baja en el mercado.
Mientras estos hechos se producen en el interior de las oficinas de la empresa, en la calle se desarrolla una gran manifestación contra el FMI. Desde su atalaya, los candidatos no pueden ver nada, solo oir gritos confusos. Sus opiniones al respecto deben permanecer ocultas. No hay entendimiento posible por parte de los aspirantes a amos del universo (según la afortunada denominación de Tom Wolfe en "La hoguera de las vanidades") hacia las reivindicaciones del hombre de la calle.
Basta darse una vuelta por la zona Azca de Madrid, donde se desarrolla la película. Los rascacielos son edificios blindados, que albergan corporaciones frías e impersonales que intentan comunicarse con los ciudadanos a través del lenguaje del marketing, pero cuya verdadera realidad permanece oculta por un velo que ni siquiera los gobiernos tienen ya fuerza para rasgar. Todo este aire siniestro tiene su lugar en la película. La empresa es como un Mefistófeles invisible que reclama el alma de cualquiera que quiera acceder a la tierra prometida. Hasta la secretaria que da la bienvenida en la entrada (y que tampoco es lo que parece) sonríe con sonrisa falsa, como si fuera un robot que, programado para agradar, solo consigue inquietar al interlocutor.
Los recursos humanos y una parte esencial de los mismos, la selección de personal, pretenden tratar al futuro trabajador como persona. Aquí se está consiguiendo todo lo contrario: tensión, incomodidad, desinformación, frustración permanente y, lo que es aún peor, invasión de la intimidad del candidato. En todo caso, el premio parece ser lo suficientemente atractivo para que nadie renuncie a él. Por momentos la competición parece una lucha por ser valorado como el más dócil esclavo posible.
Marcelo Piñeyro, ayudado por una interpretación soberbia de todo el reparto, consigue mantener el ritmo y el interés del espectador prácticamente durante todo el metraje, a pesar de insertar alguna escena poco creíble, como la de sexo en el baño. Al final consigue lo que quiere: que reflexionemos sobre lo que significa la competitividad permanente que pretenden inculcarnos, la lucha devoradora entre empresas, que acorralan a los Estados y empobrecen a los ciudadanos sirviéndose de su multinacionalidad y, en última instancia, si merece la pena comulgar con las ruedas de molino del sistema, que acaba deshumanizando todo lo que toca.
¿Cuál es el mejor método de selección? Puede decirse que ningún método es infalible, puesto que prácticamente todos (hay algunos revolucionarios como la morfopsicología de los que habría que hablar largo y tendido) se basan en situaciones artificiales, de gran tensión, donde el candidato debe acudir persuadido de que está interpretando un papel, por lo que todo el proceso es en sí un artificio: el seleccionador espera una determinada respuesta del candidato y el candidato espera dar la mejor respuesta al seleccionador. Ambas partes saben que la sinceridad suele brillar por su ausencia. Solo la fachada es lo que importa: vestimenta adecuada, buena educación, aparente tranquilidad y saber defender las palabras que hablan del candidato en un trozo de papel: el sagrado currículum.
"El método" narra el proceso de selección para un puesto directivo en una gran empresa. Acerca de las ventajas y el prestigio que otorga la obtención de dicho puesto no se nos informa directamente en ningún momento, pero sabemos que se trata de una posición muy codiciada a tenor de la tensión que se respira entre los candidatos desde el principio: darwinismo social en estado puro. La referencia a los cuentos de Jack London durante una de las conversaciones no es gratuita.
Las pruebas a las que se han de enfrentar los aspirantes resultan insólitas desde el primer momento: les informan de que hay un topo entre ellos (un psicólogo de la empresa) y deben descubrirlo, deben elegir a un líder para después decapitarlo... Hay otras más conocidas, como la del bunker. Lo cierto es que más de un candidato pierde los nervios durante las mismas: a veces parece irreal que personas que han llegado tan lejos en un proceso de selección de estas características se muestren tan fácilmente vulnerables, o incluso que se expresen con tanta zafiedad a la menor oportunidad.
Una de las preguntas que se plantean durante el procedimiento es la de si los candidatos deben colaborar entre ellos o actuar individualmente. La lógica diría que siendo solo uno el puesto en disputa, deberían decidirse por la segunda opción. No obstante, hay caminos más retorcidos en la lucha por la supremacía: la colaboración interesada, la utilización de la candidez del otro, cuando no directamente de la mentira, para conseguir los propios fines. Y perder, literalmente si hace falta, la camisa en el empeño.
En esto también hay mucho de capitalismo. En esta gran competición, las competencias del candidato ganador han de ser una gran deshumanización, doblez, capacidad para la mentira y la doble moral. La última prueba que debe superar el aspirante perfecto es la de estar dispuesto a vender su propia alma si su empresa así se lo exige. Los sentimientos humanos cotizan muy a la baja en el mercado.
Mientras estos hechos se producen en el interior de las oficinas de la empresa, en la calle se desarrolla una gran manifestación contra el FMI. Desde su atalaya, los candidatos no pueden ver nada, solo oir gritos confusos. Sus opiniones al respecto deben permanecer ocultas. No hay entendimiento posible por parte de los aspirantes a amos del universo (según la afortunada denominación de Tom Wolfe en "La hoguera de las vanidades") hacia las reivindicaciones del hombre de la calle.
Basta darse una vuelta por la zona Azca de Madrid, donde se desarrolla la película. Los rascacielos son edificios blindados, que albergan corporaciones frías e impersonales que intentan comunicarse con los ciudadanos a través del lenguaje del marketing, pero cuya verdadera realidad permanece oculta por un velo que ni siquiera los gobiernos tienen ya fuerza para rasgar. Todo este aire siniestro tiene su lugar en la película. La empresa es como un Mefistófeles invisible que reclama el alma de cualquiera que quiera acceder a la tierra prometida. Hasta la secretaria que da la bienvenida en la entrada (y que tampoco es lo que parece) sonríe con sonrisa falsa, como si fuera un robot que, programado para agradar, solo consigue inquietar al interlocutor.
Los recursos humanos y una parte esencial de los mismos, la selección de personal, pretenden tratar al futuro trabajador como persona. Aquí se está consiguiendo todo lo contrario: tensión, incomodidad, desinformación, frustración permanente y, lo que es aún peor, invasión de la intimidad del candidato. En todo caso, el premio parece ser lo suficientemente atractivo para que nadie renuncie a él. Por momentos la competición parece una lucha por ser valorado como el más dócil esclavo posible.
Marcelo Piñeyro, ayudado por una interpretación soberbia de todo el reparto, consigue mantener el ritmo y el interés del espectador prácticamente durante todo el metraje, a pesar de insertar alguna escena poco creíble, como la de sexo en el baño. Al final consigue lo que quiere: que reflexionemos sobre lo que significa la competitividad permanente que pretenden inculcarnos, la lucha devoradora entre empresas, que acorralan a los Estados y empobrecen a los ciudadanos sirviéndose de su multinacionalidad y, en última instancia, si merece la pena comulgar con las ruedas de molino del sistema, que acaba deshumanizando todo lo que toca.
Pues si Miguel lo más importante es tener un buen curriculum, saber defenderlo y saber amparar tus palabras ante el entrevistador. En fin, esperemos tener suerte y no nos hagan una selección tan irreal como ésta que hemos visto.
ResponderEliminarPues sí, María, esperémoslo. Desde luego a veces se aprende más viendo una buena película que estudiando.
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