domingo, 25 de julio de 2010

DRÁCULA (1958), DE TERENCE FISHER. TERRORES NOCTURNOS.


Cuando yo era pequeño las películas de terror las emitían en horario nocturno, por lo que el mundo de Drácula, Frankenstein o el Hombre Lobo estaba vedado para mí, lo cual lo hacía mucho más atractivo, pues la imaginación es a veces mucho más poderosa que lo que vemos con nuestros propios ojos.

En las noches en las que sabía que iban a emitir un clásico del terror fantaseaba con la idea de bajar furtivamente de la cama y asomarme al salón, donde seguramente podría ver unas imágenes de un horror indescriptible, que me dejarían marcado para siempre. Era en ese momento cuando un ligero miedo me imponía la prudencia y me conformaba con las fotografías que hubiera podido ver en alguna revista para montar mi propia historia. Al día siguiente en el colegio siempre había quien aseguraba haberla visto y te describía los detalles más truculentos de la trama. Siempre han existido los niños maestros de la mentira.

Teniendo en cuenta estos antecedentes, y sabiéndome hoy día lo suficientemente mayor como para enfrentarme a películas de estas características sin caer luego en las más terroríficas pesadillas, tengo que decir que he visto la película de Terence Fisher sin ser objetivo, con la nostalgia de la expectativas que me creaba en aquellos años, con el morbo de poder visionar a mis anchas lo que me estaba prohibido. No es la primera película de terror que veo, claro, pero el Drácula de Christopher Lee es mítico para mí, por la impresión que me llevé con una foto suya: un vampiro de presencia impresionante, dotado de gran elegancia, pero cuyo rasgo más visible era el rojísimo hilo de sangre que le caía por la barbilla.

Digo todo esto porque, vista hoy, el Drácula de Terence Fisher es una película que ha envejecido muy mal y solo la sostienen su aura mítica y la calidad de sus intérpretes. Ya he hablado de la gran presencia de Christopher Lee, pero quisiera destacar a su antagonista, un Van Helsing interpretado por un Peter Cushing casi tan implacable como el vampiro y no menos letal en el uso de la ciencia de lo sobrenatural. Solo por la presencia de estos dos gigantes, la película es ya un gozo.

Sobre el resto de elementos cabría decir que la trama es bastante pobre, los decorados dignos, pero no espectaculares, vistos con los ojos de un espectador del siglo XXI. En todo caso, para los espectadores de 1958 se trató de una película revolucionaria, que daba un paso más allá a la excesivamente teatral interpretación de Bela Lugosi y nos presentaba a un conde Drácula más poderoso que incluso sabe rodearse de algunas gotas de erotismo. Tengo ganas de ver la versión de John Badham, de finales de los setenta, muy apreciada por los seguidores del género y revisar, por supuesto, la obra maestra de Coppola, sin olvidar la versión primitiva y fascinante de Murnau, "Nosferatu".

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