jueves, 19 de febrero de 2009
DENTRO DEL CUERPO ( II )
La Casa Cuartel era un edificio destartalado que pedía a gritos una reforma urgente, una mano de pintura al menos. En cualquier caso, la leyenda de "Todo por la patria" en la entrada se mantenía impoluta y eso daba confianza a nuestro protagonista. No se sentía un detenido, sino un ciudadano que cumplía con su deber de colaboración con las fuerzas y cuerpos de seguridad. Ante la leyenda "El honor es nuestra principal divisa", se sintió reconfortado. Estaba dispuesto a aclararlo todo y salvaguardar su honra. Pasaron junto a una alta columna desde la que la Virgen del Pilar los vigilaba. Le acompañaron hasta un cuartito. El oficial que le interrogó era mucho más afable que el primer guardia. Con la dosis de tranquilidad que había recobrado, se explicó. Le enseñó las fotografías de campanarios y espadañas. El oficial pareció comprender que todo se había debido a un malentendido y le dejó marchar sin problemas, no sin antes espetarle:
- Es una pena que esté usted en paro. Parece un hombre íntegro. Encajaría muy bién en la Guardia Civil.
Nuestro hombre salió de la habitación con paso firme y una sonrisa de oreja a oreja. Comenzó a caminar por el pasillo pero, ya sea por la emoción que le produjeron esas palabras, ya sea porque era de natural despistado, lo cierto es que se perdió en las vetustas instalaciones del cuartel. Le desorientaba el laberinto de corredores en penumbra, todos iguales, largos y estrechos, con las conducciones y cables de agua, luz y calefacción al descubierto y una humedad omnipresente que desportillaba las paredes. Llevaba ya unos diez minutos dando vueltas, sin encontrar a nadie en el camino que pudiera orientarle, cuando le pareció entrar en otra ala del edificio, pues la decoración cambió sustancialmente. Los pasillos eran amplios y recién pintados, el suelo de mármol, tan limpio que podía ver su propio reflejo. La luz era tan intensa que no permitía la existencia de sombra alguna, como si estuvieran prohibidas. El ambiente en aquellos corredores era extraño y opresivo. Olía a una mezcla de incienso con azufre, no puede describirse de otra manera. La situación era desagradable y absurda. La lógica le decía que pronto encontraría a alguien que le condujera a la salida, pero los minutos pasaban, se convertían en horas, seguía extraviado y la desesperación y la angustia comenzaban a hacerle mella.
Su extravagante viaje por los intestinos del cuartel continuó durante los días siguientes. No podía entender como una construcción de las carecterísticas que había observado desde fuera pudiera albergar unos pasadizos que se le antojaban infinitos. A estas alturas caminaba mecánicamente, obligándose a hacerlo, apenas durmiendo algunas horas en algún recoveco medianamente acogedor, pero desvelándose en seguida. Sus ropas estaban sucias y comenzaban a desgarrarse, notaba como le crecía la barba, él, que se afeitaba pulcramente a diario. Los pasillos cambiaban de decoración de cuando en cuando: los había oscurísimos, iluminados por antorchas, con un riachuelo de agua corriendo por el suelo, con paredes metálicas o de madera, estrechísimos y anchos, pero siempre llevaban a nuevas bifurcaciones, a nuevas elecciones en encrucijadas solitarias y siniestras por las inmensas tripas de aquel edificio maldito. Hay que decir que llegó a encontrar restos humanos en putrefacción en alguna esquina, pero mejor no hablar de ello. El hecho es que la desesperación dio paso a la resignación. Comenzó a sentirse un peregrino en camino hacia un destino trascendente. No sabía ni podía intuir cual era ese destino, pero era la fuerza que le impulsaba a continuar.
Perdió la noción del tiempo. Debía llevar ya dos semanas de camino, apenas alimentado de lo que llevaba en la mochila y aprovisionándose de agua practicando agujeros en las tuberías. El pasillo se parecía en aquel instante a una pasarela de las que existen en los aeropuertos. Se arrodilló de puro agotamiento y gritó. Gritó como nunca antes había gritado, un chillido liberador y animal, que debió resonar en la totalidad de las entrañas del edificio, al que ya percibía como a un ser vivo. Seguidamente, se desmayó, cayendo en un abismo de inconsciencia sin llegar a soñar nada coherente, solo invadido por un sentimiento de puro terror.
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