La sociedad romana se encontraba brutalmente jerarquizada. Aunque existía un Estado y un derecho privado muy desarrollado, era difícil que nuestra idea de Justicia llegara a todos los ciudadanos:
"El mundo romano no contaba con una verdadera policía; los soldados del emperador (como el centurión Cornelio, del que nos habla el Evangelio) eran los encargados de reprimir las revueltas y perseguir a los bandidos, pero apenas si se ocupaban de la inseguridad cotidiana, que ofendía menos la “imagen de marca” que el Estado romano quería ofrecer de su autoridad soberana; eran los notables de las ciudades quienes organizaban ocasionalmente milicias cívicas. La vida cotidiana se parecía a la del Far West americano: no había policía en las calles, ni gendarmería en el campo, ni acusador público. Cada uno se defendía y se tomaba la justicia por su mano, y el único procedimiento eficaz, tanto para los pequeños como para los menos grandes, consistía en ponerse bajo la protección de alguien poderoso. ¿Pero cómo protegerse contra el poderoso, y quién protegería a unos grandes contra otros? Secuestros, usurpaciones y prisiones privadas para los deudores eran moneda corriente; cada ciudad vivía aterrorizada por los tiranuelos locales o regionales, a veces lo suficientemente protegidos como para atreverse a desafiar a un personaje tan importante como el gobernador de la provincia. Un poderoso no vacila en apoderarse de las tierras de uno de sus vecinos pobres; y ni siquiera dudará en un momento dado en atacar el “rancho” de otro potentado a la cabeza de sus hombres, esclavos suyos. ¿Qué hacer contra un tipo así que se ha enriquecido a vuestra costa? Las posibilidades de obtener justicia dependen de la buena voluntad de un gobernador de provincia muy ocupado, obligado a tratar con miramiento a los poderosos por razón de Estado y aliado suyo mediante una red de amistades e intereses. Su justicia, si la ejerce, será un episodio de la guerra de clanes, una inversión de las relaciones de fuerza."
En cualquier caso, había posibilidades de una vida razonablemente buena en Roma, si se tenía éxito en el comercio o si uno lograba caer en gracia a algún noble con influencias. Las mujeres lo tenían bastante más complicado, dado que la sociedad antigua sí que constituía un auténtico patriarcado. Pensadores como Cicerón definían a las mujeres como niños grandes con caprichos de adolescentes que debían ser controladas muy de cerca por sus maridos. Peor lo tenían los esclavos, aunque también en este caso había algunos que lograban una vida tolerable en un hogar noble e incluso podían aspirar a comprar su libertad con el paso de los años, conociendo un cariño por parte de sus dueños similar al que podemos otorgar hoy día a un animal doméstico. Pegar a un esclavo en un arranque de ira no era una acción legalmente reprobable, pero sí lo era moralmente, no por el daño que se infligía al esclavo, que al fin y al cabo era poco más que una posesión ordinaria, sino por la imagen que daba el agresor frente a sus iguales de hombre de personalidad poco serena, incompatible con el carácter tradicional romano.
La revolución cristiana tiene que ver con el desarrollo de una vida interior diferente, más profunda, que tiende hacia una perfección que no existe en este mundo. El Estado como tal desaparece y el territorio se divide entre reyezuelos que entran en frecuentes disputas. Los clanes familiares se asimilan a clanes guerreros cuyos miembros se protegen mutuamente en un mundo que se va volviendo paulatinamente más peligroso y brutal. La esperanza de vida es muy baja y guerras. hambrunas y enfermedades son compañeras cotidianas del hombre. Solo los monasterios parecen ser remansos de paz y de sabiduría, donde se encierra y se protege - con algunas censuras - el saber acumulado en siglos anteriores. El monje ideal es un ser obediente y casto que ha renunciado al mundo y anhela una vida serena. Muchos de ellos pasan largas jornadas copiando libros en la biblioteca, una tarea que ayudó de manera extraordinaria a la configuración posterior de Occidente:
"Estos progresos indudables de la vida interior se daban también en otro hombre solitario, el escriba. Este monje, que no tiene la suerte de estar en el calefactorio como sus hermanos y que se queja a veces, mediante las inscripciones que ha dejado en el colofón de los manuscritos, de que tiene frío, que falta todavía mucho para la hora de la comida o que la tinta se le ha congelado en el tintero, es uno de los actores menos conocidos de la historia. (...) Sin embargo, el trabajo del escriba era muy penoso. Cuando se hallaban varios en una misma sala, se les obligaba a estar callados a fin de concentrarse mejor. El libro, o el rollo por copiar, se encontraba sobre un pupitre. El escriba hacía su trabajo con una cañita hendida o con más frecuencia, durante la época carolingia, con una pluma de ave, bien sobre sus rodillas, bien sobre una plancha o tabla. Previamente, había tenido que trazar con una punta seca líneas y trazos verticales a fin de determinar los márgenes y las columnas. Junto al escriba propiamente dicho podemos poner otros trabajadores solitarios: correctores, rubricadores, pintores, iluminadores y encuadernadores. Cuando se inventó en Corbie la minúscula carolingia, a fines del siglo VIII, luego generalizada, este carácter muy legible (equivalente a nuestra actual letra romanilla o “redonda”) hubo de ser caligrafiado y no escrito de un solo trazo, como la cursiva rápida merovingia. Este progreso aumentó también el trabajo del escriba. Duro menester, al decir de uno de ellos: “Oscurece la vista, le encorva a uno, hunde el pecho y el vientre, perjudica a los riñones. Es una ruda prueba para todo el cuerpo. Por eso, lector, vuelve con dulzura sus páginas y no pongas los dedos sobre las letras”. La tarea de copiar era por tanto una forma auténtica de ascesis, del mismo modo que la plegaria o el ayuno, un verdadero remedio para curar las pasiones y sujetar la imaginación mediante la atención de los ojos y la tensión de los dedos que reclamaba. Se necesitaba un año de trabajo para copiar una Biblia nada más. Se han podido conservar, gracias a los escribas carolingios, más de ocho mil manuscritos. Entre ellos está la casi totalidad de los autores antiguos conocidos."
Historia de la vida privada es un prodigio de información, ofrece al lector una amplia visión panorámica de la existencia cotidiana de unos antepasados en los que podemos reconocernos, al menos en muchos de los aspectos de su privacidad. Una lectura intensa y exigente, propia de las obras más ambiciosas. Me quedo con el epitafio anónimo encontrado en una sepultura romana, una especie de mensaje a los hombres del futuro:
“He vivido mezquinamente durante toda mi existencia, por eso os aconsejo que viváis más placenteramente que yo. La vida es así: se llega hasta aquí, y ni un paso más. Amar, beber, ir a los baños, eso es la verdadera vida: después, no hay nada más. Yo, por mi parte, no seguí nunca los consejos de ningún filósofo. No os fiéis de los médicos; ellos son los que me han matado."
Pero qué interesante. Gracias por compartir. Un abrazo
ResponderEliminarEs una lectura muy densa, pero de la que se aprende muchísimo acerca de la vida cotidiana de nuestros antepasados. ¡Abrazos!
ResponderEliminar