Hay un momento sumamente revelador en esta magistral crónica de bajada a los infiernos que narra este libro. Philippe Lançon, después de meses y meses de operaciones y de dolor se cree ya en trance de recuperación y viaja en el metro. De repente sube al vagón un joven magrebí, en cuya mirada él aprecia un gesto de desafío. Su impulso primario es huir, o al menos retirarse, poner un escudo de personas entre lo que capta como una amenaza potencial y él mismo: quizá en ese instante comprende que la recuperación total no llegará nunca, que conservará para siempre no solo las heridas físicas del rostro, sino también las espirituales: un miedo permanente que se activará cuando menos se lo espere.
Porque El colgajo es un libro autobiográfico muy especial. Se trata de una confesión, de la narración absolutamente veraz de lo que sucede después de sobrevivir a una experiencia tan traumática como un atentado terrorista. Lançon llega a describirse como un muerto en vida, como alguien que sigue existiendo, pero jamás volverá a ser el mismo, sintiéndose como si de repente la nada hubiera envuelto la esencia de su ser:
"La escena de repente improvisada flotaba en los escombros de nuestras propias vidas, pero no era la mano de un proyeccionista quien lo había detenido todo: eran unos hombres armados, eran sus balas; era lo que nosotros, los profesionales de la imaginación agresiva, no habíamos imaginado, porque algo así era simplemente inimaginable, al menos en la realidad. La muerte inesperada; el elefante metódico en la cacharrería; el huracán breve y frío; la nada."
El atentado a Charlie Hebdo no fue una acción cualquiera. Se trataba de un golpe al corazón de las libertades de occidente, a un medio de comunicación satírico que jamás había tenido pelos en la lengua a la hora de criticarlo todo, incluyendo a la religión islámica. La matanza implicaba un mensaje claro: quien se burlara de Mahoma merecía morir. Después de los hechos, hubo voces cobardes que, no justificando el atentado, mostraban un rechazo a la previa actitud provocativa de Charlie frente a lo se suponía sagrado, aunque la mayoría de los franceses optaron por un apoyo sin fisuras a las víctimas a través de un lema que hizo fortuna: "Je suis Charlie". Porque lo que se jugaba aquí era no ceder ni un milímetro en el derecho fundamental a la libertad de expresión frente a quienes defienden una organización social totalitaria. Como dejó dicho Voltaire: "Puede que no esté de acuerdo con tu opinión, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo."
Al final el lector siente que el sacrificio de Lançon, un mártir de la libertad de expresión, tiene un sentido, que su calvario supone una especie de redención para aquellos que creen que se puede aplacar a la bestia cediendo parte de la esencia de nuestra vida democrática a la amenaza de unos asesinos que dicen actuar en nombre de la religión de la paz. El colgajo, además de ser una obra literaria de primer orden, se erige así no solo en una reflexión acerca del dolor y su superación, sino también a la valentía de conservar las propias convicciones frente a los fanáticos e intolerantes.
La recuperación física de un accidentado (en este caso, una persona objeto de una agresión) siempre es una situación dramática. El señor Lançon, que es un buen escritor, la narra muy bien. Pero no se profundiza tanto en la cuestión del terrorismo yihadista.
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