El derecho penal estadounidense goza de un sistema de garantías para los acusados comparable a cualquiera de los países de Europa. Pero cuenta con una anomalía en algunos Estados: la vigencia de la pena de muerte, algo que se desterró hace tiempo de la mayoría de los sistemas judiciales democráticos. La pena de muerte es algo irreversible, una especie de rendición del Estado ante un individuo al que estima que jamás podrá volver a reinsertar en la sociedad, alguien que sobra y que debe ser eliminado de la humanidad. Por eso sucede con tanta frecuencia que los sentenciados a la pena capital pasan tantos años de espera en el corredor de la muerte: el sistema de recursos y apelaciones es tan complejo que llevar a cabo una ejecución conlleva inimaginables trámites burocráticos. Como si a la justicia, una vez condenado el reo, se pusiera nerviosa ante la perspectiva de tener que proceder a su ejecución.
Precisamente de estas veleidades del sistema se aprovechó el asesino Gary Gilmore para cimentar su fama: cuando fue condenado a muerte por la ejecución de dos homicidios, aceptó su condena sin rechistar: no quiso recurrir la sentencia y pidió que su ejecución (eligió morir fusilado) llegara lo antes posible. Ante este insólito desprendimiento de la propia vida, muy bien aprovechado por periódicos y televisiones, se montó todo un espectáculo mediático y judicial que mantuvo el suspense hasta el mismo instante del fusilamiento de Gilmore. Lo mejor es que de todo eso nació este magistral libro de un Norman Mailer que no se conforma con relatar los últimos meses de vida de su protagonista, sino que indaga en su pasado en un intento, quizá vano, pero igualmente fascinante, de indagar en las motivaciones más profundas que llevaron a Gilmore a convertirse en un asesino a sangre fría.
Después de pasar la mayor parte de su vida adulta en reformatorios y cárceles, el Gilmore treinteañero que abandonó la prisión en libertad condicional era un ser con la personalidad moldeada a base de experiencias negativas (una de las pocas verdades que manifiesta a lo largo de esta novela-reportaje es que la cárcel no sirve para redimir a nadie, solo para afianzar el carácter criminal del reo), pero al que se le ofrecen todo tipo de oportunidades de reinserción. Su familia - sobre todo su prima y su tío - le acogen de buen grado y le buscan un empleo. La buena voluntad manifestada en los primeros meses irá poco a poco abandonando a Gilmore, cuando se va dando cuenta de que es mucho más fácil robar lo que necesita (sobre todo latas de cerveza) que ganar un magro sueldo a base de madrugones y esfuerzo. Sus robos irán volviéndose cada vez más descarados (nadie parece querer meterse en líos con él), hasta que un día llega a acompañarlos de asesinatos. El Estado de Utah queda conmocionado ante la sangre fría mostrada por un asesino que ni siquiera se ha esforzado demasiado en borrar sus huellas: como si lo que realmente quisiera en el fondo de su alma fuera volver al lugar a que realmente pertenece: la prisión.
El personaje de Nicole Baker es una figura casi tan importante como el propio Gilmore en La canción del verdugo. Amante de Gilmore, Baker sentía por su figura amor y devoción a partes iguales, hasta el punto de que, cuando el criminal ya estaba encerrado esperando la fecha de su muerte, aceptó un suicidio sincronizado con él, acción que la llevó al borde la muerte. Se cree que Gilmore, a su vez, no tomó, de manera consciente, una dosis letal suficiente. Lo único que le importaba es que su amante no volviera a estar con hombre alguno. Como es de suponer, la vida anterior de Nicole había consistido en una sucesión de amantes violentos y desequilibrados, entre los que Gilmore supuso la guinda. Embargada por una evidente hibristofilía, su amor aumentó cuando conoció las atrocidades ejecutadas por Gilmore, a pesar de que pocas semanas antes, éste la había agredido con gran violencia.
A partir de su encierro en la prisión de máxima seguridad esperando la fecha definitiva de su ejecución, la narración se convierte en una crónica muy detallada de la vida y pensamientos de Gilmore una vez que ha aceptado su muerte casi con tanta frialdad como había quitado dos vidas. Aquí es inevitable que al autor se le escape cierta simpatía por su biografiado, alguien que era capaz de bromear sobre sí mismo y mostrarse afable - cuando le convenía - con sus numerosos interlocutores de aquellos meses, además de mostrarse como un escritor de cartas - sobre todo las amorosas, dirigidas a Nicole - muy peculiar, capaz en un mismo párrafo de expresar sus sentimientos amorosos de manera muy notable e insultar a sus carceleros con el lenguaje más soez. En estos últimos capítulos de La canción del verdugo se intuye que Gilmore estaba disfrutando del revuelo mediático que había levantado su caso, de la movilización insólita de abogados, jueces, fiscales y periodistas que había producido y del aura mítica que le estaba otorgando su decisión de enfrentarse a la muerte sin más demora: quizá lo que le más importaba era mostrarse ante sí mismo como todo un hombre.
Y es precisamente en estas páginas cuando la narración de Mailer se muestra más vibrante, dedicada a describir el circo que tenia enloquecido a todo un país a la vez que los sentimientos de los dos amantes que jamás podrán volver a verse (quizá sí en alguna reencarnación, según creencia de Gilmore). Si para algo sirve la lectura de La canción del verdugo, además de para disfrutar de la prosa del autor de Los desnudos y los muertos (a pesar de la pésima traducción que ofrece Anagrama) es para dar otra vuelta de tuerca al absurdo de la pena de muerte, al sufrimiento que provoca, al revuelo mediático que produce y a su poca efectividad reparatoria del mal causado.
Norman Mailer es un excelente escritor. Y en cuanto al libro, se me parece mucho al de Truman Capote
ResponderEliminarPor cierto, te escribo desde www.tigrero-literario.blogspot.com
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