Quizá sea un tópico decir que la mejor manera de afrontar la vida sea saborerar las pequeñas cosas, los pequeños placeres en los que uno puede deleitarse en el día a día. Tener expectativas o sueños demasiado grandiosos puede llevar con mucha facilidad a decepciones enormes. Si a Ginzburg se le repochó a menudo no atreverse a abordar los grandes temas en su literatura, Las pequeñas virtudes puede considerarse como una especie de declaración de principios, como un retrato personal e íntimo de alguien que solo usaba la escritura como instrumento de placer, como una necesidad de definirse a sí misma sin la presión de contentar a nadie. No he tenido oportunidad de leer ninguno de sus relatos, pero estos ensayos ya me dan la medida de una mujer muy interesante y con una capacidad de observación fuera de toda duda. A modo de ejemplo, la siguiente descripción, sencilla y a la vez precisa de la ciudad donde vivió un tiempo:
"Nuestra ciudad, en verano, está desierta y parece muy grande, clara y sonora como una plaza. El cielo está limpio pero no luminoso, tiene una palidez lechosa. El río fluye llano como un camino, sin emanar humedad ni frescura. De las calles se levantan ráfagas de polvo; desde el río llegan grandes carros cargados de arena; el asfalto del paseo está recubierto de piedrecillas que se cuecen en el alquitrán. Al aire libre, bajo los parasoles a rayas, las mesitas de los cafés están abandonadas y ardiendo."
Con estas pocas palabras podemos no solo visualizar, sino también sentir los latidos de la ciudad calurosa y abandonada como si estuviéramos nosotros mismos paseando por ella. Los ensayos de Ginzburg poseen una inevitable pulsión literaria y supongo que sus relatos acturarán a su vez como transmisores de ideas. Las propias experiencias vitales son la principal fuente que alimenta la escritura de la autora de Querido Miguel. En muchos de sus pasajes laten los sufrimientos padecidos - no solo por ella, sino por la inmensa mayoría de la población italiana - durante la Segunda Guerra Mundial, hasta el punto que confiesa que es difícil adaptarse a vivir en paz cuando se ha experimentado en carne propia un conflicto tan terrible:
"Una vez que se ha padecido, la experiencia del mal ya no se olvida. Quien ha visto derrumbarse las casas sabe demasiado bien de qué está hecha una casa. Una casa está hecha de ladrillos y cal y puede derrumbarse. Una casa no es muy sólida. Puede derrumbarse de un momento a otro. Detrás de los serenos jarrones con flores , detrás de las teteras, las alfombras, los suelos lustrados con cera, está el otro aspecto verdadero de la casa, el aspecto atroz de la casa derrumbada."
Si tomamos este texto de manera literal, nos podemos imaginar qué terrible experiencia debe ser sobrevivir a un bombardeo para un ser pacífico. Pero también la casa puede tomarse como metáfora de la vida misma, de los males inesperados que nos pueden acechar a la vuelta de la esquina, de cómo una existencia razonablemente satisfactoria y feliz puede tornarse en minutos, por mor de las circunstancias, en el más temible de los infiernos.
Pero en ningún momento olvida Ginzburg su humilde vocación de escritora, llegando a confesar que plasmar sus pensamientos en un papel es casi la única actividad que sabe hacer bien, por lo que prácticamente no podría haberse ganado la vida de otra manera (es divertida en este sentido la comparación a la que somete en uno de sus artículos con su perfecto esposo). Además, son impagables las palabras que dedica al eterno dilema acerca de si, para ser buen escritor, es mejor ser desgraciado o feliz:
"Cuando somos felices, nuestra fantasía tiene más fuerza; cuando somos infelices, nuestra memoria actúa entonces con más brío. El sufrimiento hace que la fantasía se vuelva débil y perezosa; funciona, pero con desgana y languidez, con los movimientos débiles de los enfermos. (...) En las cosas que escribimos afloran entonces, continuamente, recuerdos de nuestro pasado, nuestra propia voz resuena de continuo y no conseguimos imponerle silencio. (...) Hay un peligro en el dolor, así como hay un peligro en la felicidad, respecto a las cosas que escribimos. Porque la belleza poética es un conjunto de crueldad, de soberbia, de ironía, de ternura carnal, de fantasía y de memoria, de claridad y de oscuridad, y si no conseguimos obtener todo esto junto, nuestro resultado es pobre, precario y escasamente vital."
Extraordinaria Natalia Ginzburg, su libro Léxico familiar me encantó, tanto por lo que cuenta como por la forma de contarlo, hace de lo cotidiano una delicia y cuando narra los acontecimientos del fascismo en Italia y las vivencias mortales en carne propia te hace sentir sin llegar a hurgar en las heridas.
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