El tema de la España negra, nuestra presunta propensión a tomarnos la justicia por nuestra mano - sobre todo en ambientes rurales - ha sido tema recurrente en la literatura y el cine de nuestro país. La sabiduría popular dicta que debajo de la capa de un hombre en apariencia tranquilo pueden latir las pasiones más insospechadas si se dan las circunstancias adecuadas. Este es el tema principal de la película de Raúl Arévalo, flamante ganadora del premio Goya a la mejor producción del año, un thriller que puede hablar de tú a tú a muchas de las recientes producciones estadounidense y cuya mayor virtud es el buen provecho que se ha sacado de su escaso presupuesto.
Lo que comienza siendo un retrato costumbrista de los personajes que pululan por un bar de un barrio humilde de Madrid, poco a poco se va transformando en algo mucho más inquietante, en la historia de una venganza planificada durante años, de cuyos detalles Raúl Arévalo va ofreciendo pequeñas pinceladas al espectador, para que vaya poco a poco armando las piezas del puzzle. Conforme avanza el metraje, la historia se va volviendo más cruda hasta que se resuelve con una moraleja muy obvia: el ser más peligroso es el que no tiene nada que perder. Lo que siempre se ha dicho, que las apariencias engañan.
Tarde para la ira se beneficia de una sólida puesta en escena y de la magnífica interpretación de todos sus protagonistas, destacando la de un Antonio de la Torre al que quizá le cueste en el futuro que no le encasillen en papeles similares (ya ha interpretado a algunos parecidos). A pesar de su merecido éxito de público y de crítica, la obra de Arévalo no es redonda. En su debe cabría colocar su falta de originalidad y algunos pequeños fallos de guión, que hacen que ciertos hechos se desarrollen de forma demasiado conveniente para las pretensiones del protagonista. En cualquier merece la pena acercarse al cine y visionar esta primera obra de un cineasta que promete muchas alegrías para el futuro.
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