Acostumbrados a vivir en grandes ciudades, rodeados de la tecnología creada por el hombre, solemos olvidar que formamos parte de la naturaleza. Durante milenios las formas de vida de la humanidad poco tuvieron que ver con la actual. No sabemos a ciencia cierta si se trataba de una existencia paradisiaca o, por el contrario, era una vida angustiosa, sometida a peligros constantes. Como cualquier otro animal, la especie humana debía adaptarse al medio para sobrevivir. Ahora hemos conseguido lo contrario: poseemos la capacidad casi ilimitada de adaptar el medio para nuestra comodidad. El precio de haber dado la espalda a la naturaleza es el surgimiento de las nuevas angustias, de las nuevas exigencias que conforman la vida moderna. Por eso, en las pocas ocasiones en las que volvemos a la naturaleza y nos encontramos solos escuchando solo los sonidos del campo, no es extraño que sintamos una paz desconocida, como una nostalgia por una condición anterior.
Algo de esto le sucede al narrador de Los pasos perdidos, la extraordinaria novela de Alejo Carpentier. Se trata de un experto en música, que vive cómodamente instalado en el corazón de la civilización, al que se le encarga viajar a la selva venezolana para buscar una serie de instrumentos musicales que expliquen el origen de esta manifestación artistica tan humana. El protagonista quiere aprovechar la ocasión para pasar unos días con su amante, haciendo que les fabriquen los instrumentos, si es necesario. Pero una vez que llega a su destino, su mentalidad empieza a cambiar. Hay algo en el ambiente que le atrae y le fascina al mismo tiempo y cuanto más va penetrando en la jungla, el viaje se convierte también en una transformación de carácter espiritual. Es como si de pronto estuviera asistiendo al principio del mundo, a una forma de vida inmemorial, olvidada por completo en el país del que él proviene:
" (...) si algo me estaba maravillando en este viaje era el descubrimiento de
que aún quedaban inmensos territorios en el mundo cuyos habitantes
vivían ajenos, a las fiebres del día, y que aquí, si bien muchísimos
individuos se contentaban con un techo de fibra, una alcarraza, un
budare, una hamaca y una guitarra, pervivía en ellos un cierto animismo,
una conciencia de muy viejas tradiciones, un recuerdo vivo de ciertos
mitos que eran, en suma, presencia de una cultura más honrada y válida,
probablemente, que la que se nos había quedado allá. Para un pueblo era
más interesante conservar la memoria de la Canción de Rolando que tener
agua caliente a domicilio."
El anónimo narrador se transforma así en una especie de Ulises en un itinerario místico en el que parece estar retrociendo en el tiempo. El momento decisivo de esta conversión se produce cuando conoce a Rosario, que a sus ojos es una mujer radicalmente diferente a lo que él está acostumbrado, una mujer salvaje por la que siente una atracción fulminante y por la que va a ser capaz de dejar atrás su vida anterior, llena de lujos y comodidades. Para él la posibilidad de respirar el aire de la selva, contemplar su infinita gama de colores y observar sus inagotables formas de vida representa el descubrimiento definitivo de su esencia humana. Al contrario que el protagonista de El corazón de las tinieblas, de Conrad, para el que su experiencia selvática tiene todas las cualidades del horror, para él significa el descubrimiento de la pureza. Y la población de Santa Mónica de los Venados es una especie de jardín del Edén, aunque dispensado de la protección de Dios.
El origen de la música, la misión que le ha sido encargada, también se le aparece en forma de revelación:
"Inconforme con las ideas generalmente sustentadas acerca del origen de la música, yo había empezado a elaborar una ingeniosa teoría que explicaba el nacimiento de la expresión rítmica primordial por el afán de remedar el paso de los animales o el canto de las aves. Si teníamos en cuenta que las primeras representaciones de renos y de bisontes, pintados en las paredes de las cavernas, se debían a un mágico ardid de caza —el hacerse dueño de la presa por la previa posesión de su imagen—, no andaba muy desacertado en mi creencia de que los ritmos elementales fueran los del trote, el galope, el salto, el gorjeo y el trino, buscados por la mano sobre un cuerpo resonante, o por el aliento, en la oquedad de los juncos."
Haciendo uso de la vastedad de su cultura y de su conocimiento de la mitología y costumbres de los indígenas, mezclándolas con la tradición europea, Carpentier compone un fresco en el que puede dar rienda suelta a la enorme calidad de su escritura. Pocas veces se ha descrito la naturaleza con pinceladas tan acertadas y profundas. A pesar de tratarse de una novela difícil, que requiere una lectura espaciada, debido a la densidad del mensaje implícito en cada uno de sus párrafos, el acercamiento a Los pasos perdidos constituye una experiencia fascinante, el viaje de un Odiseo que acaba convertido en Sísifo, o cómo se puede pasar del paraíso al infierno sin perder la esperanza de recuperar aquel.
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