Para mediados de 1943, cuando fue escrita la primera de estas Cartas a un amigo alemán, la derrota total de Alemania en la Segunda Guerra Mundial empezaba a vislumbrarse en el horizonte. Ya había sucedido la batalla de Stalingrado, los rusos presionaban en todo el frente del Este y los británicos y americanos, después de desalojar a los nazis de África, desembarcaban en Sicilia. Todavía quedaba un largo y doloroso camino, pero los amantes de la libertad podían pensar en un futuro libre de la tiranía de Hitler. El papel de Francia en este conflicto fue muy peculiar. Derrotada de manera absoluta por los alemanes en los primeros meses, se pactó con Hitler la ocupación de la zona Norte, mientras en el Sur se establecía un gobierno presuntamente neutral, pero al servicio de los alemanes, la Francia de Vichy. En estos días de derrota, la inmensa mayoría de los franceses trataban de adaptarse a la nueva situación y solo unos pocos (entre los que se encontraban los Republicanos españoles, que poco tenían que perder) comenzaron a formar grupos de Resistencia en el interior del país, que se irían incrementando en años posteriores, conforme la derrota de Alemania iba tornándose más segura.
Uno de los puntales de esta Resistencia era el diario clandestino Combat, del que Camus fue redactor jefe entre los años 1943 y 1947. Si bien el autor de El extranjero dejó dicho que si existiera un partido de quienes están seguros de no tener razón, ese sería el suyo, en las páginas de Cartas a un amigo alemán, Camus se muestra contundente en sus afirmaciones, hasta el punto de que pueden leerse casi como una guía espiritual de por qué es necesario combatir a los nazis. El escritor francés de origen argelino quiere ser la voz de los combatientes a los que no les gusta tener que combatir, de aquellos a los que repugna la violencia, pero se han visto obligados a recurrir a ella al verse atrapados con un abismo a sus espaldas. La distinción moral está clara entre quienes se lanzan a la conquista por obediencia irracional a un sistema totalitario y quienes combaten por la libertad de pensamiento, una lucha mucho más intelectual y más pura:
"Porque poca cosa es saber correr al combate cuando lleva uno toda la vida ejercitándose para ello y la carrera le es más consustancial que el pensamiento. Es mucho, por el contrario, avanzar hacia la tortura y la muerte cuando se sabe a ciencia cierta que el odio y la violencia son cosas vanas en sí. Es mucho combatir despreciando la guerra, aceptar el perderlo todo conservando el amor a la felicidad, correr a la destrucción con la idea de una civilización superior. En eso hacemos mucho más que ustedes porque tenemos que superarnos. Ustedes no tienen nada que vencer ni en su corazón ni en su inteligencia. Nosotros teníamos dos enemigos, y triunfar por las armas no nos bastaba, como a ustedes, que no tenían nada que dominar."
También abomina Camus de esa idea que dicta que el amor a la patria tiene algo que ver con tomar las armas para someter al vecino. La pregunta del antiguo amigo alemán, "¿no ama usted a su país?", cuando el escritor argumenta que su patriotismo no es incondicional, sino que tiene su límite en el respeto a la idea de justicia, está presente en el texto de las cuatro cartas. Para un fanático, el patriotismo se demuestra a través de la voluntad ciega de seguir los dictados del líder que encarna a la nación. Para Camus, que abogaba ya por entonces por la idea de una Europa unida, no a través de la conquista de territorios, sino por la voluntad soberana de sus habitantes, la libertad de pensamiento, esa que se recoge en la tradición humanista del viejo continente, está por encima de idiosincracias nacionalistas. La frase es tan simple, tan hermosa y a la vez tan profunda, que debería estar inscrita en la pared presidiendo las clases en los colegios e institutos de todos los países democráticos: "Me gustaría amar a mi país sin dejar de amar a la justicia".
Así pues, la lucha que se desarrolló en Europa durante seis años terribles fue entre libertad y barbarie, pero también entre fanatismo y conocimiento. Esta es una certeza absoluta en el pensamiento de un hombre que basó buena parte de su filosofía en la duda. A pesar de todo, atisbando ya la Europa de la postguerra, el autor de Los justos sabe que el futuro de Francia y Alemania depende de que no vuelvan a repetirse los mismos desastrosos errores, que ambas naciones caminen juntas hacia un mismo destino de libertad, igualdad y fraternidad. Frente a los horrores del presente, es bueno pensar que existirá un mañana mejor, que justifique los inmensos sacrificios y que nos deje, como principal legado, una definición de la palabra patria mucho más acorde con el bienestar de los ciudadanos que la conforman y no como la obediencia incondicional a un Leviatán envuelto en los colores de la bandera nacional:
"Las palabras adquieren siempre el color de los actos o de los sacrificios que suscitan. Y la palabra patria adquiere entre ustedes reflejos sangrientos y ciegos, que me la harán siempre ajena, en tanto que nosotros hemos puesto en la misma palabra la llama de una inteligencia en la que el valor es más difícil, pero en la que el hombre sale ganando. Como habrá comprendido ya, mi lenguaje, en realidad, no ha cambiado. Sigo diciendo lo mismo que le decía en 1939."
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