Hace más o menos un año tuve la oportunidad de ver Man on wire, un documental que refleja los mismos hechos que se narran en El desafío. Por eso, cuando supe que Zemeckis había rodado esta película, pensé que se trataba de una decisión casi tan temeraria como la que tomó Philippe Petit cuando se obsesionó con la idea de caminar por un cable entre las dos torres gemelas, que estaban a punto de ser finalizadas en 1974, aunque ya había mucha gente trabajando en sus oficinas. En aquellos tiempos las opiniones de los neoyorkinos acerca de los nuevos edificios se encontraban muy divididas entre quienes se encontraban fascinados por sus dimensiones casi inabarcables y quienes pensaban que eran dos enormes archivadores que afeaban el perfil de la ciudad. Con el tiempo, todos se acostumbrarían a considerarlas parte integrante del paisaje de su ciudad, una seña de identidad que por las noches, con sus ventanas iluminadas, cobraba una inusitada hermosura. Por eso lo que sucedió el 11 de septiembre de 2001 no fue un mero atentado terrorista, sino una auténtica amputación, muy traumática para Nueva York. Tanto, que se ha dicho que El desafío viene a ser una especie de terapia para exorcizar aquel hecho terrible.
El retrato que ofrecew Zemeckis de Philippe Petit, es bastante fiel, mostrando al personaje con sus luces y sus sombras. Petir era en aquella época un joven obsesionado por lograr su sueño, un sueño que a veces se convertía para él en su única realidad y en una fuente de tormento para los que le rodeaban, aunque de entre éstos en la película solo se preste atención a su pareja, Annie. Al principio la narración adquiere un punto de vista onírico, con un Petit encaramado a la estatua de la libertad contando directamente al público su historia, teniendo como fondo a una Nueva York que exhibe con orgullo sus dos torres gemelas. El protagonista aparece entonces como alguien egocéntrico y caprichoso, pero también carismático y genial. Y este último calificativo no es gratuíto, porque la hazaña que logró Petit, tanto en planificación, para burlar a las autoridades, como en ejecución, parece imposible y, viéndola reflejada cinematográficamente, apenas parece creíble, hasta que los que vimos en su día el documental comprendemos que todo sucedió exactamente de la manera que se nos está mostrando.
Bien es cierto que las medidas de seguridad de los años setenta distan mucho de las podría haber en una obra de esas dimensiones en estos tiempos de terror generalizado. Resulta curioso, por otra parte, que precisamente en la época en la que Nueva York estaba viviendo sus peores momentos, con una criminalidad que se desbordaba por momentos y una permanente amenaza de bancarrota, se inaugurara este símbolo de optimismo en el futuro que era el World Trade Center. No hay referencia alguna - al menos no de forma directa - a la increíble destrucción que sucedería treinta años más tarde. En este sentido El desafío constituye todo un homenaje a unas maravillas arquitectónicas desaparecidas trágicamente y una especie de llamamiento a los neoyorkinos que todavía puedan estar traumatizados por aquello a que recuerden también otro momento singular, pero esta vez en sentido positivo, el instante en el que un hombre realizó una hazaña absolutamente increíble y ofreció un espectáculo que, a ojos de los afortunados que pudieron verlo, ser convirtió en una auténtica obra de arte, en un acto hermoso en sí mismo.
El director de El vuelo ha filmado esta historia con mucho oficio, con absoluto respeto a la autobiografía de Petit y con un sentido de la espectacularidad en su último tercio, en el que se consuma el sueño del protagonista, que hacen que merezca la pena su visionado, a pesar de que el recuerdo de Man on wire sea tan reciente.
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