Hay que imaginar al filósofo frente a sus acusadores, enfrentándose a una condena a muerte que podía evitar aceptando las imputaciones y retractándose de ellas, humillándose ante la ciudad y renegando de una vida filosófica y virtuosa. No quiso. Más bien, según la crónica que nos dejó su discípulo Platón, se dedicó a impartir su última lección, dejando a todos en evidencia y encarando la muerte, no con valentía, porque no la necesitaba, sino con la serenidad de quien ya había meditado desde mucho tiempo atrás acerca de ese trance y se reía del miedo que parecía inspirar en todos, hasta el punto de estar institucionalizada como el máximo castigo:
"(...) a mí la muerte, si resulta un poco rudo decirlo, me importa un
bledo. pero, en cambio, me preocupa absolutamente no
realizar nada injusto e impío."
"La muerte es una de estas dos cosas: o bien el que está muerto no es
nada ni tiene sensación de nada, o bien, según se dice, la muerte es
precisamente una transformación, un cambio de morada para el alma de
este lugar de aquí a otro lugar. Si es una ausencia de sensación y un
sueño, como cuando se duerme sin soñar, la muerte sería una ganancia
maravillosa. (...) Si, por otra parte la muerte es como emigrar de aquí a
otro lugar y es verdad, como se dice, que allí están todos los que han
muerto, ¿qué bien habría mayor que éste, jueces?"
El juicio de Sócrates, según se trasluce de la lectura de la obra de Platón, tuvo mucho de político, una especie de venganza de los enemigos del libre pensamiento, que no podían soportar que un hombre ciertamente popular cuestionara las verdades establecidas por el Estado. La acusación contra el filósofo precisaba que Sócrates no creía en los dioses de la ciudad, que quería introducir otros, además de la de ser un corruptor de la juventud. Para un hombre que había dedicado su existencia a buscar la verdad a través de la palabra, dialogando constantemente con sus vecinos, no iba a ser difícil defenderse, dejando pronto en evidencia a los que le acusaban, sobre todo porque lo virtuoso de su actuación podía probarse en su nula pretensión de aprovecharse de cargo ni dádiva pública alguna. Su única voluntad durante el juicio es servir a la ley de manera ejemplar, hasta sus últimas consecuencias.
A pesar de todo, Sócrates prefiere ser condenado y para asegurarse de ello expone como alternativa a su muerte ser alimentado durante el resto de su vida en el Pritaneo, la sede del poder ejecutivo, una auténtica burla a los jueces y una muestra de desprecio altanero a quienes considera unos auténticos ignorantes. Si bien él también se definía en esos términos (recordemos su "sólo sé que no sé nada"), al menos él partía de esa ignorancia para construir un sistema filosófico y no se consideraba, como casi todos los demás, un ignorante desconocedor de su propia ignorancia.
La Apología de Sócrates es una obra seminal en la construcción del pensamiento occidental, en la que se inspirarán otros sistemas filosóficos y religiosos, como el cristiano. El discurso de Sócrates frente a sus conciudadanos tiene algo de evangélico, de ejemplo cimero de cómo ser consecuente con las propias ideas ante una circunstancia adversa. El filósofo, como ser curioso, no puede dejar de ver en esta situación una oportunidad, la oportunidad de experimentar la muerte y, después de ésta, quizá, la mayor de las dichas:
"Además, ¿cuánto daría alguno de vosotros por estar junto a Orfeo, Museo, Hesíodo y Homero? Yo estoy dispuesto a morir muchas veces si esto es verdad (...) Y lo que es más importante, pasar el tiempo examinando e investigando a los de allí, como ahora a los de aquí, para ver quién de ellos es sabio, y quién cree serlo y no lo es. ¿Cuánto se daría jueces, por examinar al que llevó a Troya aquel gran ejército, o bien a Odiseo o a Sísifo o a otros infinitos hombres y mujeres que se podría citar? Dialogar allí con ellos, estar en su compañía y examinarlos sería el colmo de la felicidad."
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