Todavía recuerdo, recién estallada la burbuja inmobiliaria a nivel mundial, gestada a través de las subprime, al presidente francés de aquella época, Nicolás Sarkozy, haciendo un llamamiento a suspender el capitalismo durante un tiempo, mientras era secundado por los mayores empresarios españoles. Y es que la mano invisible de Adam Smith, aquella que habían agarrado con alborozo los economistas neoliberales de la Escuela de Chicago, acababa de asestar un puñetazo en el corazón del sistema y los grandes bancos, aseguradoras y multinacionales parecían estar a punto de desplomarse como si de enormes piezas de un inmenso dominó económico se trataran. Ahora tocaba mirar al despreciado Estado para lograr la salvación. Algunos pedían el rescate casi de rodillas y se comprometían a apoyar futuras regulaciones de los mercados, un sistema que había ido perdiéndose con las medidas liberalizadoras de los gobiernos de Ronald Reagan, George Bush (padre e hijo) y Bill Clinton. Eran tiempos de gran incertidumbre, de pérdidas masivas de puestos de trabajo, de quiebras fulminantes, pero también de una cierta esperanza de cambios en el sistema, de que la diosa razón pusiera un poco de orden y equidad en el caótico sistema económico mundial.
Pero, como bien sabemos, no sucedió nada de eso. No hubo responsables entre dirigentes políticos, banqueros, empresarios o dirigentes del FMI (con alguna notable excepción). El tan denostado Estado respondió generosamente a las demandas de los poderosos y le otorgó un monumental rescate, pagado con el dinero de los contribuyentes que acababan de ser estafados por los rescatados, sin exigir apenas contrapartidas. Los banqueros sonrieron, respiraron y se repartieron jugosos dividendos para celebrar el inesperado éxito. Pero ¿cómo se gestó todo esto? ¿Cómo es posible que ningún organismo de control pudiera prever el desastre que se nos venía encima? La gran apuesta no responde a estas preguntas, pero nos presenta a alguien que sí que supo otear el futuro y aprovecharse de ello. Michael Burry (Christian Bale), era (y lo sigue siendo) un analista financiero muy poco convencional. Aquejado de un evidente autismo, prefería trabajar en un despacho aislado del resto de los empleados. Consumía sus horas en una tarea obsesiva: analizar uno tras otro todos los productos bancarios basados en hipotecas, para lo cual debía ir calculando el riesgo vinculado en cada una de ellas. Una tarea titánica, al alcance de muy pocos, pero que le hizo comprender que el mercado inmobiliario estaba experimentando una brutal burbuja que pronto estallaría. La película sigue su historia y la de otros reducidos grupos de personas que, por casualidad o por convicción, llegaron a la misma conclusión. A destacar la actuación de un inmenso Steve Carell, un actor especializado en comedia cuya carrera ha experimentado en los últimos tiempos una insólita progresión.
Hay que dejar claro que los protagonistas de La gran apuesta no se comportan como héroes. Ninguno pretende avisar a las autoridades, ahorrarle al mundo una tremenda crisis (tampoco les hubieran hecho mucho caso), sino sacar el mayor rédito posible a la información privilegiada de la que disponen. Después de todo es su oficio. La película de McKay muestra a la perfección cómo funciona el casino global que llamamos Economía. Está bien narrada, retrata correctamente a los distintos personajes y se aprecia en ella una vocación didáctica, explicando al espectador, usando muy bien el humor y la ironía, el funcionamiento de los más complicados productos financieros, concebidos para seducir al personal a base de palabrería. En realidad nadie se preocupaba demasiado de saber de qué estaban hechas las famosas subprime. Todo el mundo suponía que funcionaban, que daban beneficios, sin sospechar que su base eran miles y miles de hipotecas otorgadas a gente que no iba a poder pagarlas.
La gran apuesta sigue la tradición (creo que inaugurada por ese clásico llamado Wall Street, de Olvier Stone), y continuado en nuestros días por joyas como Inside Job, de Charles Ferguson, Up in the air, de Jason Reitman, El lobo de Wall Street, de Martin Scorsese o Margin Call, de J. C. Chandor. Películas que hablan de la locura que vivimos desde hace décadas, de ese capitalismo de Casino que sin duda está fraguando ya en estos momentos su enésima crisis en la que, como de costumbre, ganarán unos pocos a costa de la inmensa mayoría. . Una economía fuerte, como la de Estados Unidos, que debería fundamentarse en la producción de bienes de consumo, en productos tangibles, es en buena parte una casa de apuestas en la que unos cuantos brokers se juegan los ahorros de la gente. Quizá el último sueño de los grandes ricos sea bañarse en una enorme piscina de doblones de oro, como Tío Gilito, y seguro que están cerca de conseguirlo, no por nada en particular, sino para demostrar que su estatus se lo permite, mientras a su alrededor millones de desgraciados jamás podrán llegar a tener una vida digna.
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