En 1543, Nicolás Copérnico culminaba la obra de toda una vida dedicada a la observación astronómica llegando a la sorprendente conclusión que ya había ido anticipando desde varios años antes: que la Tierra no era el centro del Universo, sino un planeta como muchos otros, que se movía alrededor de una estrella, el Sol. Conforme los científicos fueron avanzando por ese camino, se descubrió que ni siquiera la galaxia a la que pertenecíamos se encontraba en el centro del Cosmos. Es más: es muy difícil ubicarnos en un espacio tan inmenso, del cual solo podemos atisbar una pequeñísima parte, donde las distancias se miden por años-luz. Tampoco sabemos si somos los únicos seres inteligentes que existen, puesto que la vida - y más aún la consciencia y la capacidad de empatía - son fenómenos tan improbables que cabe la posibilidad de que solo se hayan dado en este planeta.
Si algo caracteriza al espíritu humano es su inconformismo, su capacidad de evolucionar hacia nuevas conquistas y conocimientos. En el mundo que presenta Nolan en Interstellar - un futuro muy próximo al nuestro en el que varias plagas están acabando con nuestra capacidad de producir alimentos de manera masiva - la humanidad parece haber tirado la toalla ante el infortunio. Uno de los síntomas más evidentes de esto es que aparentemente se ha renunciado desde hace tiempo a la exploración espacial e incluso se ha oficializado en los libros de texto (si se hace con la teoría de la evolución ¿por qué no se puede hacer también con ésto?) que el hombre jamás puso el pie en la Luna, sino que todo fue una conspiración orquestada para vencer la Guerra Fría a la Unión Soviética. Pero todos sabemos que es muy difícil que nuestra especie se rinda. Si Europa sobrevivió a desastres apocalípticos como la peste negra, el hombre del siglo XXI no puede dejar de buscar, a través de sus abundantes recursos técnicos, una solución a tan espantosa crisis. Y parece ser que la única opción es abandonar la Tierra...
Desde los primeros minutos de Interstellar, el espectador va a percibir los evidentes paralelismos, cuando no homenajes, que éste ofrenda a la obra maestra de Stanley Kubrick, 2001, una odisea en el espacio. Pero sería un error no advertir que la película de Nolan tiene una personalidad propia, que transcurre por derroteros totalmente diferentes, aunque a veces se crucen las líneas argumentales de ambas producciones. La propuesta de Kubrick era mucho más fría: hasta el ordenador HAL mostraba más humanidad que el resto de la tripulación de la nave. En Interstellar se ha apostado por una odisea espacial en la que prevalecen los sentimientos personales, sobre todo los del protagonista, un padre que ha tenido que abandonar a sus hijos, quizá para siempre, para tener la oportunidad de salvarlos. Como dice el propio director en una entrevista que reproduce la revista Dirigido de este mes:
"Creo que si puedo lograr que la gente se conecte emocionalmente, es mucho más fácil que sigan el arco de la historia que si consigues que se conecten intelectualmente y que luego le pidas que resuelvan un rompecabezas. Uno no quiere que su película sea un rompecabezas. Quiere que la sientan. Hay una frase muy brillante de Orson Welles que dice que el público es capaz de entender lo que sea si es que está interesado en lo que le estás contando. Para mí, ese interés nunca es intelectual, siempre está generado por un personaje, una situación emocional particular, una propuesta narrativa diferente o en este caso, un padre que se ve forzado a abandonar a sus hijos."
Si hay un aspecto que provoca especial deleite durante el visionado de Interstellar es el perfecto equilibrio entre el rigor científico - al menos en cuanto a ciencia teórica - y el simbolismo de una misión que es realizada tan a ciegas como la de los navegantes de los siglos XV y XVI cuando se lanzaban al descubrimiento de nuevas tierras. Es curioso que el agujero de gusano por el que la nave terrestre va a acceder a otra galaxia tenga el aspecto de un inmenso espejo, que recuerda al que atravesó Alicia, donde las cosas se parecen a las de aquí, pero están al revés. Una vez en su nuevo destino, los científicos han de tomar decisiones, más por su intuición, por sus emociones, que por la lógica a la que están acostumbrados, mientras en casa la gente literalmente se ahoga en una nube de polvo cada vez más extensa. Al otro lado del espejo toda referencia terrestre se ha perdido. Nuestro planeta no puede atisbarse ni siquiera como aquel diminuto punto azul pálido del que hablaba Carl Sagan. Y a partir de aquí nos damos cuenta de que uno de los grandes temas de la película es la soledad. La soledad del ser humano ante los inquietantes abismos espaciales, ante el inmenso misterio del infinito. Quizá jamás resolvamos el enigma de nuestra existencia, ni siquiera cuando podamos movernos con cierta libertad por la galaxia. Es esta angustia la que nos hace seres inteligentes y la que a la vez nos condena a saber que jamás conoceremos la verdad, si es que existe alguna verdad que haya que conocer.
Con Interstellar Nolan ha filmado una película destinada a convertirse en un clásico de la ciencia ficción, sujeta a cientos de interpretaciones. Se trata de una obra que puede disfrutarse a varios niveles, de las que requieren más de un visionado para captar todo su sentido. Visualmente es impecable. También se beneficia de una magistral utilización del sonido (y de los silencios del espacio), aunque la música en algunas escenas tenga demasiado protagonismo, subrayando el componente emocional que ya está presente en la interpretación de McCounaghey y compañía. Ni que decir tiene que, al menos la primera vez, hay que verla en pantalla grande.
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