Hace unos meses tuve la oportunidad de asistir a unas
jornadas dedicadas a un concepto tan difuso como la innovación social. En una
de las ponencias, uno de esos nuevos gurús de internet ponderaba acerca de las
infinitas virtudes de la red, un lugar lleno de posibilidades de aprendizaje,
cultura colaborativa y emprendimiento que cambia la vida de la gente. Lo cierto
es que era un discurso bien estructurado y brillante, pero vacío en el fondo,
pues estaba repleto de lugares comunes, sin la aportación de demasiados
ejemplos prácticos. Mientras el orador se movía dinámicamente por el escenario
ayudándose por una presentación power point
(cuyo arranque no estuvo falto de problemas técnicos, como suele suceder
en estas ocasiones), el público asistente, casi en su totalidad, miraba sus
i-phone, sus tablets y sus portátiles. Algunos escribían pequeños mensajes en
twitter con las frases más brillantes del conferenciante, para que sus
seguidores tuvieran noticia inmediata de cómo se desarrollaba el evento, otros
hacían fotos y los más hablaban por el whatsapp, navegaban por páginas de
vídeos o de humor que nada tenían que ver con la innovación social.
Esta pequeña anécdota puede servir como metáfora de nuestro
tiempo, en el que se da una importancia tan desmesurada a la red que navegar
por internet mientras otra persona se dirige a nosotros no solo no está mal
visto, sino que es un uso social ampliamente aceptado. En Sociofobia, el brillante ensayo de César Rendueles se utiliza el
término ciberfetichismo para referirse a esta veneración por internet en
general y las redes sociales en general, como una especie de solución a todos
nuestros problemas de convivencia y socialización de una manera cómoda y
aséptica. El individuo puede elegir así con quien se relaciona, los límites de
su relación e incluso acabar con ella con la misma facilidad con la que se
presiona el botón de apagado de un aparato. Es una especie de utopía digital
sin los inconvenientes de los vínculos personales tradicionales. Hoy día existe
la posibilidad de mantener dichas relaciones en compartimentos estancos para
ser usadas como bienes de consumo: relaciones amorosas, presuntas amistades,
foros de aficionados a cualquier cosa… Solo que para mucha gente estas
prácticas están sustituyendo a las relaciones tradicionales. Un paseo por
cualquiera de nuestras ciudades será muy revelador en este sentido: nos
cruzaremos constantemente con gente tecleando su móvil, manejándolo con tal
soltura como si de un apéndice corporal se tratara. Para algunos la vida no es
un fin en sí misma, sino una serie de
circunstancias que deben ser relatadas al minuto en las redes sociales.
En esta nueva sociedad que hemos construido las capacidades
de elección se nos antojan infinitas, pero al final, como sucede con los
programas televisivos de éxito, acabamos decantándonos por las banalidades más
absolutas. Si internet es el representante de la sociedad civil, resulta que
los máximos intereses de los ciudadanos se resumen en pornografía, fútbol, cotilleos,
vídeos graciosos y politonos para el móvil. Y eso nos lleva al problema de la
democracia representativa y la ideología ultracapitalista que lo impregna todo.
La ciudadanía no ha perdido su espíritu crítico, pero ahora lo manifiesta de
modo virtual, compartiendo mensajes indignados, pero creyendo en el fondo
(porque este mensaje está grabado a fuego en el inconsciente colectivo) que no
existen alternativas al sistema actual, cuya participación en el mismo consiste
esencialmente en volver a votar a los representantes públicos más corruptos,
como si este presunto mal menor fuera lo que nos merecemos. Rendueles lo
expresa muy bien con una metáfora económica:
“Muchos ciudadanos de
las democracias occidentales estarían dispuestos a pagar muy poco para obtener
un sistema político aquejado de una profunda crisis de representatividad o un
régimen económico irracional, inestable e ineficaz. Sin embargo creen que el
precio a pagar por perder todo eso sería altísimo. En realidad, podría haber
buenas razones para conformarse con lo que hay, como los costes de una
transición a un sistema alternativo o su irrealizabilidad. Pero son cuestiones
que ni siquiera nos llegamos a plantear. Identificamos el cambio con una
pérdida que nos aterroriza antes de cualquier cálculo racional. Despreciamos el
consumismo, el populismo y la economía financiera pero los precomprendemos como
el único baluarte frente a la barbarie contemporánea.”
Hoy en día estamos cometiendo la monstruosidad de dejar que
se desarrollen las desigualdades sociales más abismales de la historia. Y no
tenemos más remedio que contribuir a ellas, porque ser completamente ético hoy
– no comprar determinadas marcas, no someterse a determinadas modas – es una
heroicidad al alcance de muy pocos. La palabra ética ha dejado de estar
presente en la esfera pública, sustituida por la religión del consumo, la única
fe que comparten la mayor parte de los ciudadanos del mundo y ni siquiera la
izquierda es capaz de definir un programa alternativo que parta de un análisis
social imparcial y profundo. No existe la ilusión colectiva, porque ha sido
devorada por las pequeñas satisfacciones individuales y efímeras que están cada
día a nuestro alcance. Al final los avances tecnológicos que deberían
repercutir en la felicidad colectiva no hacen más que engordar la cuenta de
resultados de unos pocos. El funcionamiento del sistema es perverso y
paradójico: genera un miedo y conformismo que solo puede ser compensado con las
pequeñas satisfacciones antes mencionadas:
“La sociedad moderna se
ha especializado en convertir en problemas de proporciones sísmicas lo que, al
menos intuitivamente, deberían ser soluciones. El desarrollo tecnológico genera
paro o sobreocupación, en vez de tiempo libre; el aumento de la productividad
produce crisis de sobreacumulación, en vez de abundancia; los medios de
comunicación de masas alienación en vez de ilustración.”
No todo es malo o negativo, por supuesto. Existen nuevas
formas de cooperación, trabajos colectivos muy interesantes y altruismo a
raudales en la red. Pero todo esto se sobredimensiona y se define como un nuevo
paradigma social que nos va a hacer avanzar hacia una nueva sociedad utópica,
cuando las respuestas siguen estando en la política tradicional, que está
dominada por unos pocos – y no precisamente los ciudadanos más éticos – y
tutelada por las grandes multinacionales. Los que deberían ser los grandes
temas de nuestro tiempo: cómo hacer de la democracia un sistema más
participativo, como mejorar la educación, cómo redistribuir la riqueza, cómo
luchar contra los paraísos fiscales, qué hacer frente al cambio climático, se
pierden en la corriente de la sobresaturación de la red. De seguir así, el
ciberfetichismo acabará sustituyendo a la ética, a las auténticas relaciones
personales y al verdadero conocimiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario