Para conocer mejor el país donde se ha nacido no hay nada
mejor que leer historia. Y en el caso de España, los mejores historiadores han
sido tradicionalmente los extranjeros, destacando entre ellos a los hispanistas
británicos como J.H. Elliot, Hugh Thomas, Gerald Brenan o Paul Preston. Se
trata de intelectuales que nos han observado atentamente desde fuera y así se
convierten en cronistas objetivos de hechos que aquí siguen siendo objeto de
apasionadas discusiones, no siempre guiadas por la racionalidad.
Quizá los precursores de esta generación de historiadores
hispanistas sean los viajeros románticos que nos visitaron durante el siglo XIX.
España era una especie de destino exótico que prometía nuevas experiencias y aventuras
a quien se aventuraba por sus caminos. George Borrow podría encuadrarse entre
ellos si no fuera porque viajó a nuestro país entre 1835 y 1840 con una misión
muy concreta: difundir la Biblia en nuestro país como agente de la Sociedad
Bíblica inglesa. Aunque parezca insólito recordarlo hoy, la lectura y posesión
individual del libro sagrado había estado prohibida por la Iglesia Católica
hasta ese momento. Como instrumento de poder, la religión católica prefería
conservar el misterio del rito y la obediencia ciega a sus dogmas antes de
difundir la palabra de Dios escrita, algo que podría hacer reflexionar a los
fieles y despertar su adormecido espíritu crítico. La lectura íntima de la
Biblia era cosa de luteranos, una herejía que tiempo atrás podía pagarse con la
muerte en la hoguera. Recordemos que,
aunque carente de la fiereza que mostró en la Edad Moderna, la Inquisición
estuvo vigente en España hasta una fecha tan tardía como 1834.
La España a la que llega Borrow es un país que todavía
mantiene el recuerdo de la Guerra de la Independencia, pero cuyo problema más
acuciante es el conflicto civil que representó el surgimiento del movimiento
Carlista, cuyas partidas asolaban distintos lugares de nuestra geografía,
mientras el gobierno fiel a la futura reina Isabel es inestable y cambiante
entre liberales y conservadores.
Si por algo se caracteriza el espíritu con el que Borrow
viajó a España es por la confianza en la utilidad de su misión – él estimaba
que solo pueden progresar las naciones que tienen libre acceso a las Sagradas
Escrituras – y por su valentía personal, que le hacía superar todos los
obstáculos que se interponían en su camino ayudándose en su fe en el
Todopoderoso. Pero sería erróneo concluir que ese era su único objetivo. El
inglés aprovechaba sus rutas para observar atentamente las costumbres de los
lugares por los que iba pasando y lo anotaba todo minuciosamente para que luego
todo tomara la forma de espléndido libro de viajes. Le gustaba relacionarse con
los estratos más bajos de la sociedad, para conocer al auténtico pueblo español
y sentía una gran simpatía por los gitanos, hasta el punto que aprendió sin
muchas dificultades el idioma caló. Todo esto conforma un valioso testimonio en
el que el español actual puede reconocer a sus antepasados. A decir de don
Manuel Azaña, su primer traductor:
“Borrow lucha a brazo
partido con la realidad española, la asedia, poco a poco la domina, y con la
lentitud peculiar de su procedimiento acaba por poner en pie una España
rebosante de vida. (…) Lo que le importaba era el carácter de los hombres, y no
de todos, sino los de la clase popular, donde los rasgos nacionales se
conservan más puros. Labradores, arrieros, posaderos, gitanos, curas de aldea,
monterillas, mendigos, pastores, pasan ante nosotros, y al verlos gesticular y
oírlos hablar, creemos encontrarnos con antiguos conocidos. Unos son pícaros,
otros santos; unos son listos, otros muy zotes; casi todos groseros, muchos con
sentimientos nobles, pero unidos en general por un aire de familia inconfundible;
y la verdad es que, con todas sus picardías o su zafiedad, no puede uno dejar
de quererlos.”
El lector que se zambulle en las páginas de La Biblia en España no puede sino
sorprenderse ante el retrato de un país tan distinto y, sin embargo con tantos
rasgos en común con el actual. Cierto es que ya hemos superado el terrible
índice de analfabetismo de la época o que no existen territorios aislados, como
los había en lugares como Galicia, pero nuestra realidad sigue conservando un
cierto aire picaresco que está muy presente en la obra de Borrow.
La gente con la que se encuentra el misionero inglés puede
ser tan feroz como caballeresca, tan mezquina como generosa. Las ciudades por
las que pasa conservan aún un cierto aire medieval, con sus recintos amurallados.
Las ejecuciones públicas son algo habitual y la gente acude a contemplarlas
como si de un espectáculo se tratara. Los alojamientos suelen ser de pésima
calidad y a veces el viajero debe hacerse su cama con la misma paja que comen
las bestias. Los caminos en demasiadas
ocasiones son impracticables y siempre existe el riesgo de ser asaltados por
bandidos o por partidas carlistas. A pesar de todo Borrow nunca pierde el buen
ánimo y según él mismo cuenta, su buena suerte le hace salir indemne de las
situaciones más apuradas.
La omnipresente
iglesia conserva casi intacto su poder espiritual, a pesar del golpe que le
supuso la reciente desamortización promovida por Mendizábal. Muchos de los
elementos del clero esperan la victoria del Carlismo para ver asegurados sus
privilegios tradicionales. En Córdoba, Borrow tiene la oportunidad de conversar
con un antiguo inquisidor. Al preguntarle el inglés acerca de la realidad del
delito de brujería, el eclesiástico contesta:
“¡Qué sé yo! (…) La
Iglesia tiene, o al menos tenía, el poder de castigar por algo, fuese real o
irreal, Don Jorge, y como fuese necesario castigar para demostrar que tenía el
poder de hacerlo, ¿qué importaba si el castigo se imponía por brujería o por
otro delito?”
En casi todos los lugares de España por los que pasó Borrow
la curiosidad y el hambre de conocimientos eran grandes, por los que no solía
tener dificultad en vender su producto. Pero
los elementos más conservadores de la sociedad miraban con malos ojos la
actividad difusora de la Biblia por parte de un extranjero al que muchos
consideraban hereje e incluso consiguieron que pasara algún breve periodo en
prisión, algo que el inglés, siempre haciendo uso de su inmensa curiosidad,
aprovechó para estudiar de cerca la criminalidad española.
Habiéndonos retratado con rara precisión como país, no
podemos sino estar agradecidos por el amor,
penetración, compasión y empatía
que manifestó Borrow por nuestra forma de vida, pudiéndose resumir su
experiencia en estas hermosas palabras:
“En España pasé cinco años, que, si no los más
accidentados, fueron, no vacilo en decirlo, los más felices de mi existencia. Y
ahora que la ilusión se ha desvanecido ¡ay! para no volver jamás, siento por
España una admiración ardiente: es el país más espléndido del mundo,
probablemente el más fértil y con toda seguridad el de clima más hermoso. Si
sus hijos son dignos o no de tal madre, es una cuestión distinta que no
pretendo resolver; me contento con observar que, entre muchas cosas lamentables
y reprensibles, he encontrado también muchas nobles y admirables; muchas
virtudes heroicas, austeras y muchos crímenes de horrible salvajismo; pero muy
poco vicio de vulgar bajeza, al menos entre la gran masa de la nación española,
a la que concierne mi misión; porque bueno será notar aquí que no tengo la
pretensión de conocer íntimamente a la aristocracia española, de la que me
mantuve tan apartado como me lo permitieron las circunstancias; en revancha he
tenido el honor de vivir familiarmente con los campesinos, pastores y arrieros
de España, cuyo pan y bacalao he comido, que siempre me trataron con bondad y
cortesía, y a quienes con frecuencia he debido amparo y protección.”
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